Claudio Altisen
Lic. en Ciencias Sociales y Humanidades,
Prof. en Filosofía y Ciencias de la Educación
Hemos señalado que el tabaco es un producto legal y de venta libre, aún cuando su uso inmoderado pudiera comportar riesgos remotos o a muy largo plazo para la salud de los fumadores. Pues bien, en las leyes anti-tabaco puede observarse que e! Estado asume la tutela de unos consumidores a los que trata como sujetos incapaces de tomar decisiones racionales y maduras sobre sus propios hábitos de consumo. Para ello el Esta-do toma postura dentro del debate científico actual sobre los efectos del humo del tabaco en los organismos y, seguidamente, restringe la libertad de los consumidores argumentando que lo hace a los efectos de cuidar anticipadamente el bienestar físico de la población.
Esta supuesta actuación benéfica del Estado Terapéutico tiene implicaciones mucho más importantes de lo que parece. Con independencia de los daños causados a una industria, la tabacalera, que proporciona miles de puestos de trabajo y cientos de millones a las arcas públicas, las campañas antitabaco (que acaban tra-duciéndose en la sociedad como campañas anti-fumadores) son una muestra más de la propensión de los poderes públicos a reducir la libertad de las personas, arguyendo que lo hacen por el propio bien las perso-nas.
En primer término hay que señalar que las restricciones impuestas a la libertad de los individuos en nombre de la salud ofrecen un campo infinito para extender los márgenes de intervención de la autoridad pública. ¿Por qué limitarse al tabaco o al alcohol? El consumo excesivo de café, de carne roja, de comida rápida, de azúcar y un sin fin más de actividades humanas pueden ser peligrosas para la salud e imponer riesgos a terceros. Ante este panorama, a muchos les parece claro deducir que las autoridades públicas deberían hacer algo para protegemos de nosotros mismos. Para protegemos de nuestra -al parecer incorregible- tendencia al sui-cidio. Estas afirmaciones quizá parezcan excesos retóricos, pero no lo son a la vista de la experiencia reciente y creciente.
Los hechos son en sí mismos muy serios.
En los países industrializados, es evidente la obsesión gubernamental por conservamos sanos a toda costa. Pero se ha de advertir que cuando el Estado avanza sobre conductas propias de la vida privada la pérdida de libertad personal es inevitable.
Se está construyendo una sociedad basada en la falsa premisa, según la cual si X es una causa eficiente o remota de la muerte, entonces X es una enfermedad, un problema de salud pública cuya prevención y tratamiento justifica una reducción de la esfera de autonomía individual. En la mayoría de los casos, este enfoque supone un grave deterioro del principal fundamento de una sociedad abierta: las personas son responsables de los actos libremente realizados. La erosión de este criterio permite a la gente liberarse de los efectos no deseados de sus propias acciones y a los gobiernos extender su campo de intervención. En el pasado, los políticos aumentaban su poder mediante la declaración de situaciones de emergencia debi-das a pestes, guerras, hambrunas, cataclismos, etc. Ahora, cada vez más, la salud pública es el pretexto para conseguir ese objetivo.
Los ejemplos están a la vista: la declaración de una suerte de estado de emergencia nacional ante el aumento de la obesidad o ante el incremento del consumo de bebidas alcohólicas y de tabaco, parecen dar venia a los Estado para avanzar cada vez más sobre la vida privada de las personas en nombre de un mundo feliz; esto es: físicamente saludable y bonito.
La utopía colectivista del siglo XXI conduce a una sociedad de gente sana, atractiva y delgada que ha re-nunciado a tomar las decisiones básicas de su vida. La amenaza para la libertad es clara.
Por otra parte, una sociedad libre supone el respeto del derecho de propiedad privada. Desde esta óptica, extender a lugares públicos como los bares, los restaurantes, los cines, los centros comerciales, las oficinas y un largo etcétera de posibles escenarios, la prohibición y/o las regulaciones restrictivas sobre el consumo de tabaco equivale de facto a la socialización de la propiedad e impide a sus legítimos dueños responder a las demandas diversas de los consumidores. Los dueños de locales u establecimientos privados, cualquiera que sea su actividad, deben tener la libertad de permitir o prohibir fumar dentro de ellos y asumir los costos o los beneficios derivados de esa decisión. Esta es una cuestión elemental. La actitud interven-cionista de las administraciones públicas, entonces, es del todo innecesaria en este punto.
A estas alturas nadie puede argüir que los consumidores ignoran los riesgos para la salud derivados de un uso abusivo del tabaco. Durante las últimas dos décadas, la prensa, las administraciones, muchas organizaciones sociales y la propia publicidad de la industria tabacalera han bombardeado a los ciudadanos con información sobre los riesgos que supone el fumar.
En este contexto, las prohibiciones son una negativa de la mayoría de edad del ciudadano-consumidor, lo que plantea una pregunta inquietante: ¿Tienen los poderes públicos -más allá del debido interés por el bien común - derecho a decidir si las personas son o no capaces de tomar decisiones libres y responsables respecto de sus hábitos de consumo y de las acciones más convenientes para el cuidado de su salud? [5]
Si la respuesta es negativa, las políticas prohibicionistas carecen de base. Si la respuesta es positiva, el te-rreno para recortar la capacidad de los individuos de gobernar su propia vida es de una extensión estreme-cedora. Este es el punto esencial de lo que algunos juristas y sociólogos han denominado: el derecho a fumar.
Más allá de las disputas científicas, ¿qué pasa con las personas catalogadas como fumadores pasivos? ¿Habrá que respetar también su derecho a no ser «contaminados»? La respuesta es positiva, pero asumir esa hipótesis no hace ni conveniente ni necesaria la regulación estatal.
En este caso el mismo mercado podría bastar para satisfacer las preferencias de todos los consumidores sin que el Estado tenga que intervenir. Habrá cines, restaurantes, centros comerciales, líneas aéreas, etc. para fumadores, y otros para no-fumadores; el equilibrio entre unos y otros dependerá de la intensidad de la demanda tanto como de la calidad de la oferta.
El argumento de los costos externos que el hábito de fumar produce a la salud pública y a las compañías aseguradoras, puede aplicarse, si se lleva a sus últimas consecuencias lógicas, a todo y a todos, en defensa de la intervención pública universal. Pero la evidencia empírica disponible muestra que los riesgos afrontados por los denominados fumadores pasivos son escasos y, por regla general, irrelevantes.
5) Conclusiones.
En suma, puede observarse la paulatina difusión de una mentalidad y de unas conductas caracterizadas por una cierta obsesión por lograr una vida sana, bella y natural (ortorexia), en medio de un ambiente urbano-artificial, deslucido e insalubre que resulta casi incontrolable. Esta obsesividad va suscitando en muchas personas y en las autoridades públicas la idea de que los temas de salud pueden dar venia a un incremento del intervencionismo estatal sobre la vida privada de los ciudadanos, con las consiguientes restricciones a la libertad de las personas. En tal sentido el gobierno se considera plenamente facultado para obligar a los ciudadanos a ser sanos según la definición de salud que el Estado determinó. Pero se ha de tener cuidado con esto, pues es un hecho históricamente comprobable que algunos poderes han sabido utilizar la salud como medio de control social o político.
A finales del siglo XIX en los Estados Unidos, principalmente en el estado de Nueva York entre otros, y tam-bién el Reino Unido, los aspirantes a funcionarios del gobierno debían someterse ineludiblemente a un examen freno lógico. La frenología se creyó en aquel entonces que era una «ciencia» mediante la cual se podrían determinar las facultades mentales y el carácter de las personas a partir de la observación de las protube-rancias craneales. Los bultos en el cráneo evidenciarían la personalidad de la gente. Por ejemplo: un bulto detrás de la oreja izquierda significaba que, supuestamente, el sujeto era valiente; pero detrás de la oreja derecha significaba que era egoísta. La frenología formó un «mapa» de bultos en todo el cráneo, mediante el cual podían leerse decenas de rasgos del carácter. Sus teorías fueron sostenidas por científicos reconocidos, pero finalmente se demostró que no había nada científico en la frenología y que sus afirmaciones eran com-pletamente falsas. Afortunadamente su capacidad para ejercer un control social y político fue efímera.
Es muy interesante observar cómo allí hoy se van eligiendo democráticamente quiénes son normales y quié-nes no, amparándose en una suerte de incontestable oráculo científico. Ese oráculo nos dice quién debe ser considerado estable, funcional y cuerdo, y quién es inestable, disfuncional y demente en asuntos civiles. En consecuencia, la población resulta obligada a amoldarse a los publicitados estándares de salud determinados por las fuerzas políticas, sociales y comerciales.
Y decimos que resulta obligada porque, para hacer saludable a la población, se hace todo lo posible por di-fundir mensajes que logren atemorizar a la gente, y por crear normas que acaban minando las libertades fundamentales. Lo interesante es que no se trata de razonamientos científicos, sino de intereses políticos y de meros negocios. La sumisión de la manera de pensar y del estilo de vida de la población al «diagnóstico» de las empresas médicas y farmacológicas sirve al Estado. Sirve para que las decisiones libres y responsables de los ciudadanos se aplacen ante la supuesta voz saludable de un Estado que nos cuida de nosotros mis-mos.
En su preocupación por llevar una vida saludable, el hombre común de la calle manifiesta cuanto menos dos disposiciones profundas no exentas de peligro:
Una inversión de valores, caracterizada por la preeminencia de la clave epistémica (ciencia) y pragmá-tica (burocracia) de interpretación pública de la realidad, por sobre la clave poiética (vital, existencial). Esto se manifiesta en cierta propensión a admitir que las vidas privadas deben ser regidas por el juicio de los especialistas y disciplinadas eficazmente por el ordenamiento burocrático. En otras palabras: la vida digna de ser vivida por los integrantes de la comunidad es la que resulta de la traducción e inter-pretación que hacen los científicos y la que se sujeta dócilmente al ordenamiento técnico-legal de lo público. Lo vivencial y privado, queda así subrogado al sistema administrativo oficial, quedando de este modo consumada la absorción de lo existencial en lo sistemático, y de la libertad en lo obligatorio y necesario.
Las formulaciones teóricas de la Modernidad han fijado los ámbitos y los procedimientos técnicos con los cua-les legitimar las actividades humanas, y también han fijado las vías y métodos para establecer su universali-dad, su objetividad y su obligatoriedad. Así, la pretendida neutralidad de la racionalidad tecnocientífica vino a presentarse como la última instancia de apelación para la comprensión y explicación objetiva de los fenóme-nos, y para la eficaz configuración del orden social. Pero la ciencia no es neutral y tampoco es la principal clave de interpretación de la realidad. Entonces, el peligro presente en esta disposición de los ciudadanos a renunciar a la principalidad de la dimensión existencial, es que las relaciones comunitarias quedan así más expuestas a las artimañas de los totalitarismos; es decir: resultan eficazmente disciplinadas para ser forzadas a vivir según el dictado de una visión única. Una visión para la cual, las afirmaciones no mediadas por leyes lógicas resultan sospechosas y no pueden ser aceptadas oficialmente.
La sanción de leyes como la que aquí nos ocupa, manifiesta que toda afirmación que no proceda demostrati-vamente según procesos lógicos intemporales, sino según procesos existenciales (dialógicos, relacionales, vitales), no resulta convencente como criterio para orientar la convivencia social.
Con esto no pretendemos decir que el fumar sea saludable. Por cierto que no lo es. Pero de ello tampoco se sigue sin más que, en nombre de la ciencia, las burocracias puedan tomar partido en medio de un debate científico inconcluso y adoptar el discurso mejor publicitado para así permitirse restringir los márgenes de libertad de las existencias particulares.
La ciencia es una de las claves de interpretación de la realidad puestas al servicio de la vida, pero no es la que deba regirla absolutamente; en consecuencia, el orden de la vida social no debe establecerse sólo ni fundamentalmente en clave científica.
La preocupación desmedida por la salud suele invocar la ecología a su favor. Pero ha de observarse que la tan publicitada calidad de vida tiende a constituir un aspecto más del actual culto a la eficacia se-gún el cual toda la población ha de disciplinarse para rendir su vida a la producción en sentido técnico. En efecto, la productividad es el único sentido que se tiene en cuenta en una sociedad entregada a la eficacia; es decir, consagrada al dominio y al control. El peligro de esta mentalidad es que tiende a opacar la dignidad de las personas, pues olvida su condición de seres irreductibles a ser una simple función.
Los discursos ecologistas -distintos de la genuina ecología- son variados y complejos [6] y, paradójicamente, en muchos aspectos resultan funcionales al sometimiento y control de la sociedad. En efecto, el mercado de la vida natural promete emancipación y salud, a la vez que homogeneiza las costumbres e induce a la pobla-ción a someterse al saludable control de los técnicos, de los especialistas, de los vendedores y de los políti-cos que, en realidad, principalmente buscan su propio beneficio y el incremento de su poder. En definitiva, a estos actores sociales les resulta productivo lograr que la población se sienta feliz y se crea bien cuidada, a la vez que mediante la seducción publicitaria se la puede disciplinar mejor para servir a los intereses de quienes todo lo organizan, todo lo venden y todo lo instrumentalizan para sus propios fines. De este modo, los discursos en defensa de la salud pueden servir para justificar acciones modeladoras de cuerpos dóciles.
Resulta interesante observar cómo algunos discursos ecologistas apoyan decididamente la restricción de la libertad de las personas en nombre de asegurar y controlar la salud de la población. Una vez más se echa de ver cómo los discursos ecologistas saben poner trabas mejor que proponer alternativas realistas.
Hay que admitir que muchos de los actuales problemas de salud que afectan a la población no se deben al tabaco o a las hamburguesas y las papas fritas, sino a la forma moderna de mirar a la vida y al mundo. Para que las cosas mejoren lo que debe cambiar es esa mirada y no incrementar los niveles de represión social. Pero ese cambio de mirada supone un vuelco en la organización de nuestras sociedades que nadie quiere llevar a cabo o, peor aún, que nadie puede realizar sin que se produzcan consecuencias sociales y económi-cas de muy considerable importancia.
La falta de moderación en el consumo es más grave que la mera materialidad de aquellas cosas que se con-sumen. El drama del mundo actualmente devastado y contaminado tiene su principio en la inmoralidad de los hombres. Para resolver ese drama ciertamente no bastan las soluciones técnicas, como las leyes y las mul-tas. La solución sólo llegará con un cambio cultural que habilite una reflexividad más honda, por la cual los hombres aprendamos a ser más sabios frente a las cosas y mejores agentes morales de nuestra propia con-ducta. Pero no habrá cambio cultural si no hay respeto y cuidado por la naturaleza humana; es decir, por la inteligencia y por la libertad del hombre. En otras palabras: la debida atención a una ecología social, exige esforzarse por salvaguardar las condiciones morales que permitan a cada hombre vivir su propia vida de modo esclarecido, libre y responsable.
Los riesgos para la buena vida de la población no depende tanto de lo que se consume, cuanto de creer que la vida se consuma en el consumo. No todo lo que se consume es ni tan bueno ni tan malo. Algunas cosas son más buenas y otras son más malas. Es verdad que hay cosas que son completamente dañinas, pero tam-bién hay cosas que son buenas en un aspecto y malas en otro. Lo importante es saber discernirlo todo con claridad, tomar decisiones con prudencia y obrar con moderación. Sin embargo, en la actualidad el consumis-mo y el derroche son la norma, mientras que la austeridad, la renuncia y el ascetismo son una excepción atí-pica. Vivimos en una cultura que se ahoga en sus excesos, y los excedidos se arman en bandos insensatos mutuamente excluyentes: laxos y tucioristas pugnan insalubremente. Inmoderados los unos y también los otros.
Sin eufemismos, y volviendo al tema de las campañas contra el tabaco, podemos concluir diciendo que la actual renovación epocal de los discursos que pretenden justificar las viejas persecuciones de las autoridades a los fumadores activos, son una expresión de prepotencia que no augura el arribo a ningún buen puerto; pues lesionan aspectos esenciales de la convivencia democrática. Pensamos que las experiencias restrictivas llevadas a cabo desde el siglo XVI a esta parte, ya han demostrado suficientemente la completa ineficacia e injusticia de esas coacciones. En tal sentido, son un ejercicio de arrogancia fatal y suponen una inaceptable restricción del derecho de las personas a vivir razonablemente como lo deseen, con arreglo a sus propias opciones morales, sin violar la ley ni la libertad de los demás.
Entonces, dado que el fumar es una costumbre ancestral, muy significativa para muchas personas, y que el tabaco es un producto legal y de venta libre, que no altera las facultades mentales de quienes lo usan y que, hasta donde el estado actual del debate científico permite saberlo, no es un causal directo de muerte, ni pa-ra quien lo fuma ni para quienes lo huelen ocasionalmente, no tiene demasiado sentido prohibir severamente su uso en todas partes. Mejor seria que el discurso oficial atendiera a dimensiones más profundas de la con-vivencia social, instrumentando los medios más adecuados para propiciar la moderación sensata de todas las partes (de los que fuman y de los que no fuman, recíprocamente), en lugar de instrumentar coacciones para favorecer los intereses de unos (los no fumadores) marginando a los otros (los fumadores).
NotasLos indios americanos hicieron múltiple uso del tabaco, y aún hoy 10 utilizan fumándolo, comiéndolo, mascándolo, lamiéndolo o bebiéndolo. Los Aracunas de Brasil fuman la hoja de tabaco y también la ingieren como parte de su dieta alimentaria.
n Colombia, los Huitotos consumen zumo de tabaco mezclado con jugo de frotas.
Varios grupos indígenas 10 utilizan con fines medicinales e higiénicos. Algunos preparan una pasta con-centrada que se aplican en dientes y encías. Otros 10 aplican machacado para detener las hemorra-gias.
Los Aztecas mezclaban la hoja de tabaco con cal, abrían los tumores en forma de cruz y aplicaban esa mezcla. También 10 usaban contra el veneno de serpiente. Y las mujeres embarazadas ponían hojas de tabaco en su seno para liberar a sus hijos de enfermedades.
Los Mayas utilizaban hojas de tabaco para cicatrizar sus heridas, sanar llagas, inflamaciones o quema-duras. Este uso fue adoptado por los europeos en el siglo XVI. Incluso fue utilizado medicinalmente con el Papa Gregorio XIII, quien fue un gran admirador del tabaco. Basándose en la plurisecular experiencia medicinal indígena, la farmacopea europea utilizó ampliamente el tabaco para curar cólicos intestinales, erupciones cutáneas y úlceras; aliviar dolores de muela y jaquecas; prevenir la calvicie, e incluso fue utilizado en el tratamiento de la epilepsia, el asma y la peste.
En Cuba aún se lo utiliza popularmente como remedio para el tétano, mediante frotaciones, baños y lavados. El jugo de tabaco se usa para aliviar la irritación de los párpados. y también como purgante y antiparásito. Es muy común su uso como insecticida. finalmente, se emplean ungüentos de tabaco contra las hemorroides y para aliviar dolores reumáticos.
Los indios norteamericanos creían que en el humo exhalado se ocultaba el espíritu de su divinidad. Es por ello que "firmaban" sus tratados de amistad por medio del "calumet" o pipa de la paz. fumaban por varios motivos de orden religioso: para calmar los cuatro elementos, aplacar espíritus malignos espar-ciendo el humo, etc. Esta costumbre también existía en otras culturas, por ejemplo: en Egipto, Grecia y Roma se fumaba incienso purificado como ofrenda a los Dioses, como remedio contra el asma, para efectuar profecías, hacer peticiones, etc. Aún hoy en la Liturgia católica se honra a la divinidad que-mando incienso y esparciendo el humo, de manera tal que pueda ser olido por las personas de la asamblea.
Cabe aclarar que la categoría de «fumador pasivo» no se refiere simplemente a cualquier persona que se encuentre ocasionalmente en cercanía de alguien que esté fumando. Propiamente, la categoría científica de fumador pasivo designa a la persona que convive diariamente y durante varios años en cercanía de personas que fuman, sea en el hogar o en los lugares de trabajo. Por otra parte, aunque parezca una perogrullada, también hay que decir que es necesario que el fumador pasivo pasivamente fume en verdad; es decir, que se encuentre junto al fumador activo inhalando el humo a consecuencia de estar en un lugar estrecho y sin suficiente ventilación. Y todavía más: el fumador pasivo, debe ser propiamente un fumador; esto es, alguien que de continuo y por tiempo prolongado inhala humo de cigarrillos. No puede llamarse «fumado!'), a quien de vez en cuando se encuentra con alguien que está fumando o comparte ocasionalmente con él un local en un restaurante, una oficina o el living de una casa, mientras que a su vida cotidiana (doméstica y laboral) la vive en un ambiente habitualmente libre del humo de cigarrillos.
En suma: resulta un tanto exagerado extrapolar del campo científico la categoría de «fumador pasivo» para aplicarla sin miramientos a cualquier persona que ocasionalmente huele durante un rato o incluso durante algunas pocas horas el humo de algunos cigarrillos.
Desde un punto de vista epistemológico, y dejando de lado las susceptibilidades y emociones en tomo al tema, se ha de decir que la gravedad de un factor de riesgo se establece atendiendo al nivel y al tiempo de exposición a ese factor. Por ejemplo: la de «niño golpeado» no es una categoría aplicable a un infante al que sus padres alguna vez le han dado un mirlo.
Por último: al hablar de factores de riesgo estamos diciendo que en un individuo puede existir una cier-ta probabilidad (próxima o remota) para que se suscite un problema. Por eso decimos que es sólo ries-gosa. Esta posibilidad de base se modifica positiva o negativamente de acuerdo con la concurrencia de determinados factores (causales y/o contribuyentes) que configuran o no la posibilidad real (la probabi-lidad) de que esa posibilidad de base se concrete en uno o varios problemas de salud o de la índole que sea. Por otra parte, como hemos dicho, esa probabilidad está también en relación con el tiempo de exposición del sujeto a los factores de riesgo.
Factor de riesgo, entonces, es la ocasión para que se de la probabilidad de que un problema ocurra o exista efectivamente. Decimos que es un factor, precisamente porque puede causar el problema. y ese factor es de riesgo porque constituye una exposición a circunstancias que aumentan la probabilidad de que el problema ocurra. En definitiva, los factores de riesgo son los responsables de producir una mayor vulnerabilidad en la persona.
Ahora bien, en el caso de los riesgos para la salud derivados de la inhalación del humo del cigarrillo, se ha de puntualizar que en el origen de una problemática concreta no se da un único factor, sino que la complejidad que este tema presenta radica precisamente en las interrelaciones que son susceptibles de producirse entre factores diversos. Esta agrupación de factores puede ser:
Simultánea: Cuando los factores aparecen todos al mismo tiempo, como si la persona se viese sometida a recibir y soportar una lluvia difícilmente controlable de factores de riesgo.
Por acumulación sucesiva: cuando gradualmente se van creando interrelaciones generadoras de situaciones y secuencias causales nuevas, que conducen a la manifestación de problemas de salud al cabo de cierto lapso de tiempo.
Es por estas características que los meros factores de riesgo suelen ser difíciles de determinar con cla-ridad al momento de discernir las causas reales de una enfermedad concreta.
Al respecto, también hemos de observar que la concatenación de los factores no pone en marcha un proceso unívoco e inexorable. Al ser de riesgo esos factores no imponen una suerte de determinismo estático; es decir que no existe una relación fatal e irreversible entre la existencia de dichos factores y la ocurrencia de una enfermedad. Los mismos médicos aseguran que la Medicina no es una ciencia exacta y que, muchas veces, a pesar de la presencia de factores de riesgo las cosas suceden en un sentido distinto al resultado final previsible.
Finalmente, no se completa la exposición si no se mencionan a los factores de protección, que son aquellos que cooperan a aminorar los factores de riesgo y a superar de un modo positivo las dificulta-des que éstos pudieran presentar. En tal sentido, los problemas de relación entre los fumadores acti-vos, los fumadores pasivos y los ocasionales inhaladores del humo de cigarrillos, bien podrían resolverse con sensatez y sin dramatismos ni coacciones indebidas, simplemente con un poco de buena educa-ción, tolerancia, higiene y cortesía entre todas las partes.
Se denomina adicción al conjunto de trastornos psíquicos caracterizados por: un impulso que no se puede autocontrolar, una tendencia a la reiteración y una implicación nociva para el sujeto.
Aunque existen adicciones no relacionadas directamente con drogas, adicción es un término que en su acepción principal se refiere al uso compulsivo de drogas, a su dependencia psicológica y a su uso continuo a pesar del daño que ocasiona. La compulsión es la repetición innecesaria de actos, derivada de un sentimiento de necesidad no sometible al control de la voluntad.
Con frecuencia y equivocadamente, la adicción se confunde con la dependencia física a una sustancia. El tabaco crea un hábito, pero no es una toxicomanía; no determina una necesidad, pero sí una cos-tumbre regida por la textura psíquica del sujeto y por acciones secundarias farmacológicas. En tal sen-tido, no todo fumador es un adicto.
Sin embargo, aun si se admitiera que un fumador es siempre un adicto, se ha de señalar que si en verdad se lo quiere ayudar a superar su adicción, no se lo debe discriminar ni violentar, sino más bien acoger y asistir con compasiva solicitud.
Queda fuera de discusión el derecho del Estado a intervenir de modo directo, limitando la libertad de las personas, en situaciones especialmente graves en relación a la salud de la población, como epidemias o pandemias, planes preventivos de vacunación, delitos perpetrados por profesionales de la salud, prácti-ca ilegal de la medicina, distribución de alimentos y fármacos ilegales, publicidad engañosa en materia de salud pública, etc.
[6] Altisen, Claudio. La ecología, los ecologismos y la bioética. En revista «Bioética, un desafío del tercer milenio»; Ed. Fundación Fraternitas - UCALP, Año 5 N. S, Rosario 2004.Vea aquí otras interesantes
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