Hielo Marino
Temperatura Polo Norte
Hay algo en común en la siguiente enumeración de sustancias. La cicuta que mató a Sócrates, el ácido cianhídrico que produce algunas intoxicaciones no mortales y que se encuentra en la mandioca, el tremetol de la leche de vaca que dejó huérfano a Abraham Lincoln, la capsaicina que hace que piquen los pimientos y los chiles y que puede producir males graves si no se consume moderadamente y la solalina de la patata, tóxico fungicida e insecticida que puede resultar venenoso al ingerirlo en la versión silvestre del tubérculo.
Todos estos agentes, son naturales. Tan naturales como la vida misma. Se encuentran en abundancia en estado salvaje. En muchas ocasiones anidan en alimentos que consumimos diariamente y si no nos contaminan, intoxican, envenenan o matan es porque hemos dise-ñado una batería de estrategias artificiales para eliminarlos. La pasteurización, el procesado de alimentos, la fertilización química, la domesticación de animales, la selección genética. Son todas ellas prácticas que no fueron diseñadas por la naturaleza sino por el ingenio del hombre.
Sin embargo, uno de los mayores éxitos de la ideología ecologista contemporánea ha consistido en generalizar la injusta creencia de que lo natural siempre es sinónimo de limpieza, salud, seguridad y bienestar y lo artificial lo es de peligro, toxicidad, mala calidad.
Al hilo de este mito, en las últimas décadas hemos asistido a una incomprensible fama de la llamada agricultura ecológica que supuestamente no incurre en los horrores de la agricultura intensiva "artificial" y que nos devuelve a la prístina e inocente relación de nuestros tatarabuelos con las plantas comestibles. Buena parte de la culpa de este auge la tienen legislaciones sobre seguridad alimentaria, como la que rige nuestros destinos en al UE, que no hacen otra cosa que ensalzar mediante la hiperprotección las bondades de la agricultura llamada ecológica.
Aprendo del maestro Francisco García Olmedo, que la producción de alimentos mediante estas técnicas no representa más del 2 por 100 de la producción mundial y que alcanzan precios que rondan el 50 por 100 de incremento sobre los produci-dos por técnicas convencionales. Pero eso no parece importar. Lo eco sigue siendo vendido en todo tipo de foros como la panacea para alimentar a la población mundial respetando como es debido el medio ambiente. Y si no lean.
Ante esta avalancha de propaganda ecoagrícola merece la pena revisar qué sabe real-mente la ciencia sobre las excelencias de las técnicas "naturales". Una revisión publicada hace tiempo en el International Journal of Food Sciences determinó que no existe funda-mento científico real para afirmar que la agricultura biológica es más sana que la agricul-tura intensiva.
Los resultados demostraron que, aunque existe muy poca evidencia que muestre dife-rencias sustanciales entre los alimentos ecológicos y los tradicionales respecto a la concentración de nutrientes (vitaminas, minerales, etc...) sí parecen encontrarse sutiles particularidades en uno y otro caso. Por ejemplo, es posible hallar trazas levemente superiores de ácido ascórbico en hortalizas y tubérculos tratados a la manera ecológica. Sin embargo, hay una tendencia marcada a encontrar menores cantidades de proteínas. Sobre el resto de los nutrientes, no se encontró suficiente corpus de investigación para tomar una decisión.
Los animales alimentados con grano ecológico parecieron arrojar valores de salud y capacidad reproductiva algo supe-riores. Pero en seres humanos es imposible hallar tales diferencias. Puede concluirse, pues, que no hay evidencias de que la agricultura ecológica sea más sana en términos generales que la agricultura tradicional.
Aparte de las propiedades nutritivas, un aspecto importante para valorar la pertinencias de un alimento es su seguridad. En este sentido hay que tener en cuenta que, en contra de lo que popularmente se cree, la principal amenaza para la seguridad alimentaria no son los compuestos químicos residuales que quedan en los alimentos tras su tratamiento artificial, sino las amenazas microbiológicas. Los riesgos derivados de los pesticidas, aditivos o fertilizantes son muy inferiores a los que producen las bacterias, virus, hongos y otros agentes microbiológicos tóxicos y naturales.
Esa es la razón por la que es necesario tratar química y físicamente los alimentos y por la que las técnicas modernas, científicas y artificiales de manipulación son la mejor garantía de seguridad. En las últimas décadas, según el citado informe, se ha detectado un ligero aumento de las patologías derivadas del consumo de alimentos vegetales crudos. Aunque no pude establecerse una relación de este dato con el auge de la agricultura ecológica, parece evidente que la disminución del uso de técnicas artificiales de producción y pro-cesamiento de los alimentos incidiría en un mayor riesgo de expansión de este tipo de enfermedades.
Desde la Segunda Guerra Mundial sí se ha establecido con todo tipo de pruebas que las poblaciones que presentan mayores ratios de consumo de frutas y verduras disfrutan de una evidente protección contra muchos tipos de cáncer. Esto es así a pesar de que esas poblaciones consumen de manera creciente alimentos tratados agroquímicamente, con fertilizantes, pesticidas y aditivos. Parecería que, incluso en el caso de que estas técnicas fueran tan perjudiciales como algunos creen los beneficios de uso sobrepasarían a los riesgos.
Las legislaciones internacionales establecen unos niveles máximos de residuos en alimentos para el consumo. En todos los estudios realizados, tanto la agricultura ecológica como la tradicional demuestran estar por debajo de esos niveles en cantidades similares. Es un hecho incuestionable que el suministro de alimentos en el mundo occidental hoy es mu-cho más seguro que el de hace un siglo. Y ello es posible gracias al concurso de las demonizadas técnicas "artificiales" de producción agrícola. La agricultura ecológica puede, sin duda, alcanzar los mismos estándares de seguridad, pero de momento sólo en escalas de producción muy pequeñas o a niveles elevados de coste que obligan a subir los pre-cios del producto final entre un 40 y un 175 por ciento.
Es difícil no sentir placer al disfrutar de la experiencia de tomarse un melocotón recién cortado en la huerta del abuelo o recordar los días de infancia en la que tomábamos leche directamente extraída del establo. Pero, mientras la ciencia siga avanzando, hoy, si no les importa, voy a desayunar un vaso de leche UHT y saborearé con gusto el E406 de mi queso fresco.