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¿Cambio climático?

Carlos Monterroso

Enviado a FAEC por el autor
Orignalmente en El Ojo de la Tormenta
Marzo 3, 2011

En la última misa dominical de 1764, monseñor Gabriel Florent de Choiseul Baupré, obispo de Mende (Francia), se dirigió a sus fieles con estas palabras:

“¿Hasta cuándo, Señor, vuestra cólera, como si ésta tuviese que ser eterna? Apenas co-menzábamos a disfrutar los gozos de la paz, cuando ésta se ha visto perturbada por nue-vas desgracias: la mortalidad de los animales, la alteración de las estaciones, el granizo y las tormentas han llevado la desolación y la esterilidad a nuestros campos. [...] Vues-tras desgracias sólo pueden provenir de vuestros pecados. No dudéis que se debe a que habéis ofendido a Dios que ahora veis cumplirse en vosotros textualmente las amenazas que Dios puso antaño en boca de Moisés: ´Si no ejecutáis todos mis mandamientos, pronto os castigaré con la indigencia. [...] La tierra ya no producirá más granos, ni los árboles frutos´” (del libro Licantropía, de Jorge Fondebrider).

Hace 250 años, antes que la máquina de vapor, antes que el petróleo y la explosión demográfica, este obispo francés utilizaba los cambios climáticos de su época para apuntalar su argumento de que los humanos tenemos la culpa de todo lo que pasa. En realidad, el sermón del obispo ocurría en el contexto de la aparición de una bestia lobezna que en aquellos años produjo decenas de muertes en esa región de Francia (“la bestia de Gévaudan”), y gracias a la trascendencia de aquellos sucesos es que ha quedado registrado el sermón.

La trampa racional que utilizó aquel obispo sigue intacta: se señala un elemento natural (el cambio del clima) como justificación de la ideología del pensador (en este caso, que el humano es un pecador ya que produce cambios en el clima).

Este artículo tiene apenas la intención de dejar al descubierto que el clima de la Tierra ha estado siempre cambiando tanto o más que en estos siglos XX y XXI. Y también tiene la segunda intención de proponer al lector una pregunta: ¿De qué nos quieren convencer usando esta vieja trampa?

¿Cómo reaccionaría usted si alguien le dijera, alarmado: “¡el agua está mojada!”? La expresión “cambio climático” es redundante, como “agua mojada”, pues el clima cambia siempre. Al menos en este planeta. La diferencia es que la mojadura del agua puede verificarse en el instante, mientras que el hecho de que el clima siempre ha cambiado sólo puede verificarse recorriendo décadas o siglos hacia atrás. Eso haremos aquí.

¡El clima de la Tierra siempre ha estado cambiando! Esto es notorio si retrocedemos centenares de millones de años, hasta épocas en las que la Tierra era una gran bola blanca de hielo, u otras épocas en las que se parecía a una dominguera parrilla humeante. Pero este argumento podría ser también tramposo: lo que nos importa a los humanos es lo que pueda ocurrir en las próximas décadas o siglos, no en los próximos millones de años. Hablemos del clima en el pasado reciente de la Tierra, entonces.

Durante el último millón de años, el clima de la Tierra ha manifestado una cadencia clarísima: ocho períodos glaciares de cien mil años cada uno (la mayor parte del planeta inhabitable por estar cubierta de hielo), seguidos por breves periodos de “calentamiento”, de diez mil años. Cien mil años de frío y luego diez mil años de calorcito, como ahora. Luego otros cien mil años de frío. Y luego diez mil de calor. Ocho veces. Ahora estamos ya excediendo los diez mil años de calor por lo que, si el ritmo terrestre continuara, estaríamos ya ingresando en un período de cien mil años de un frío extremo.

Las primeras culturas humanas comenzaron a germinar, precisamente, hace diez mil años, cuando ter-minó la última glaciación. Ya para entonces se habían extinguido el 99% de las especies que habitaron la Tierra. Y nosotros recién estábamos empezando…

Hace diez mil años, España tenía el clima de Siberia y el resto de Europa era inhabitable. El Sahara era fértil. El nivel de los mares era alrededor de 20 metros más bajo que ahora, antes que comenzaran a derretirse los hielos glaciares. Estos datos los sugieren los geólogos y los arqueólogos modernos. Cuarenta culturas humanas testimoniaron la ocurrencia de un gran diluvio y la inundación de grandes territorios, hace más de ocho mil años.

Los hielos se derritieron, pasaron los cataclismos, la Tierra se tranquilizó. Luego de dos o tres mil años de calorcito, se nos ocurrió inventar la agricultura. Desde entonces, el clima de la Tierra es asombrosa-mente estable, si estable quiere decir que la temperatura promedio del planeta ha ido oscilando entre dos grados más y dos grados menos que la actual.

Nota: la estimación en grados de temperatura promedio la expreso estimativamente a fines sólo didácticos, ya que en la mayoría de las épocas que aquí relato no existían los termó-metros, inventados en el siglo XVI y con precisión confiable en estaciones meteorológicas recién desde hace un cuarto de siglo.

Pero estos cuatro o cinco grados de oscilación pueden ocasionar grandes problemas y grandes beneficios a las actividades humanas. El resto de las especies parecen no sufrir tanto esta oscilación: pocas han desaparecido desde entonces, y algunas han hecho su aparición. Estos son milenios de bonanza para la vida, querido lector. Aprovéchelos.

Hace unos cinco mil años inventamos la escritura. Y esta es la peor pesadilla de los que defienden actualmente el concepto de “cambio climático”. Porque, desde entonces, el “cambio climático” ha quedado registrado en infinidad de testimonios de muchas culturas que no conocían ni la estufa a kerosene. Muchas han dejado por escrito los mismos titulares que desgarran los corazones de los periodistas poco informados de nuestros días: “¡Terribles tormentas! ¡Sequías! ¡Cambios en la esta-cionalidad de las lluvias! ¡Plagas! ¡Mortandad de peces! ¡Y todo por culpa del humano!” ¿Sabrán que lo mismo dice la primera parte de la Biblia, escrita hace 2.500 años?

Sin embargo, podría ser que usted no creyera en la Biblia. Pero ¿se ha puesto a pensar por qué algunas calles de Londres se llaman “Bodega Fulano”, “Bodega Mengano”, si Londres tiene un clima mucho más frío que el que soporta la vid? ¡No me diga que tampoco cree en las calles de Londres!

Son calles muy viejas, de hace mil años. En esas épocas la Tierra estaba quizás dos grados más calien-te que en nuestros días. El “Óptimo Climático Medieval”, así le dicen. ¿Mala época tanto calentamiento? ¡No! Aquel era un clima fantástico. De hecho, fue una época próspera en toda Europa. Había vides en Londres. Los hielos del Norte se derritieron casi por completo. No se preocupe: los osos polares sobre-vivieron flotando 200 años en pequeños témpanos. Gracias a este calorcito, los vikingos llegaron a América, 500 años antes que Colón. La vida explotó. En aquellas noches cálidas de Europa nacieron los trovadores y el amor romántico. La población aumentó. La Tierra se puso tan linda que algunos comen-zaron a pensar que quizás no había que esperar a la Otra Vida para ser feliz. La primera semilla del humanismo europeo fue el calentamiento global de hace mil años.

Pero el clima cambia siempre. Aun dentro de aquellos calores medievales, había oscilaciones en la tem-peratura promedio quizás de medio grado que eran suficientes para ocasionar daños en las cosechas, plagas y, en general, desajustes (mejor: reajustes) en el equilibrio ecológico de las zonas que ocupa-ban los humanos que ya sabían escribir. Fíjese qué curioso: ellos no sabían que esos cambios son naturales, ignoraban que así como los había en esa época, los hay ahora. Entonces los creían el resultado de las acciones humanas (castigo divino, usualmente), como aquel obispo que le conté.

Pero a veces el clima cambia mucho. No como ahora: ¡mucho en serio! Aunque no había termómetros, se estima que en algunas décadas la temperatura promedio de la Tierra bajó quizás unos tres o cuatro grados, hasta llegar a dos grados menos que la actual. Si antes Londres tenía un clima como para cultivar vides, ahora su clima se enfrió tanto que el caudaloso río Támesis se congelaba durante algu-nos meses de invierno. El dato ha quedado registrado en relatos y también en pinturas, donde se muestran las “Ferias del hielo” que hacían los londinenses sobre el hielo del Támesis. Lo mismo ocurría en los canales de Ámsterdam, en el Bósforo Turco, en el río Ebro y hasta en Nueva York. Los osos polares, felices: se bajaron de los pequeños témpanos y volvieron a alimentarse.

El río Támesis congelado hace 400 años, durante la Pequeña Edad de Hielo (1350-1850). El calenta-miento global ocurrido antes de la Era Industrial impidió que se volviera a congelar.

¿Fue una buena época? Bueno… le diría que fue bastante incómoda, aunque de las incomodidades suelen nacer buenas ideas. Alrededor del siglo XIV el clima había cambiado tanto que los europeos tuvieron que ponerse las pilas y comenzaron a inventar algunas cosas para palear el frío. Este sacudón del clima fue una de las causas del nacimiento de la ciencia moderna. Otros prefirieron ir a la iglesia a rezar para que el Dios devolviera el buen clima, tarea que coronaron con éxito pero después de 500 años de oraciones e impuestos al clero católico. En la mitad del camino, algunos se hartaron y partieron en dos al cristianismo.

Pero también dentro de esta época de frío ocurrieron infinidad de “cambios climáticos” que han queda-do registrados, ahora sí, con pelos y señales, pues en esta época vivieron señores como Charles Darwin, que escribía con detalle y rigurosidad todo lo que veía. También de esta época helada son los terribles cambios climáticos con los que justificaba su ideología aquel obispo francés.

En su paso por la pampa húmeda argentina, escribió Darwin: “Llámase la gran seca el período compren-dido entre los años 1827 y 1832. Durante ese tiempo cayó tan poca lluvia, que desapareció la vegeta-ción y los mismos cardos dejaron de brotar. Secáronse los arroyos y el país entero tomó el aspecto de un camino polvoriento. Gran número de aves, de animales salvajes, de ganado vacuno y caballar murie-ron de hambre y de sed. Estímanse por lo menos en un millón de cabezas de ganado las pérdidas sufri-das sólo en la provincia de Buenos Aires” (del libro Viaje de un naturalista alrededor del mundo). Recientemente, en la misma zona argentina, una sequía que no superó los dos años fue considerada consecuencia del “cambio climático” ocasionado por el humano.

Pocas décadas antes de la visita de Darwin a Argentina, grandes anomalías climáticas (calores extre-mos seguidos de granizos inusuales) afectaron las cosechas de 1788 en Francia, produciendo la ham-bruna que aceleró la Revolución Francesa. Pocos discuten la influencia de los cambios climáticos en la caída del imperio romano de Occidente, 1.300 años antes.

Esta época de frío se llamó Pequeña Edad de Hielo, y lo de “pequeña” es muy atinado, pues atiende a la historia completa de la Tierra. Duró cinco siglos, hasta mediados del siglo XIX, ahorita nomás, hace 150 años. En 1850 el Támesis ya no se congelaba más, pero no volvió a hacer tanto calor como para poner una bodega. La temperatura se estabilizó en los niveles actuales: ni tanto calor como en el Óptimo Climático Medieval, ni tanto frío como en la Pequeña Edad de Hielo. Fíjese: en pocas décadas la temperatura en Europa subió alrededor de dos grados. ¿Emisiones de dióxido de carbono? ¿Deforesta-ción del Amazonas? ¡Noooo! ¡Espere! Que todavía estamos sin electricidad ni autos ni soja. ¡Ni una radio a pilas! ¡Ni siquiera tenemos antibióticos ni vacunas! No sobra gente que contamine: ¡falta gente! Pero la Tierra igual se calentó.

En 1750 comienza la actividad industrial en Europa, impulsada por la máquina de vapor. En 1804 apa-rece la primera locomotora. Pero el gran desarrollo industrial se produciría alrededor del año 1900, con la incorporación de la electricidad y el motor a combustión interna, que comienzan a utilizar carbón y petróleo en cantidades crecientes. La crisis de 1930 y la Segunda Guerra Mundial demoraron algo más el desarrollo industrial a gran escala, el que ocurrió finalmente alrededor de 1950. Simultáneamente, a partir de 1800, se inicia un acelerado avance de la ciencia médica, con el desarrollo paulatino de vacu-nas (1796, viruela; 1974, varicela, por citar los extremos más significativos) y antibióticos (penicilina, 1943). Estos avances produjeron que la expectativa de vida casi se duplicara en estos 200 años, lo cual -junto a otros factores- aumentó a niveles críticos la población mundial y la consecuente conta-minación ambiental de origen humano.

Entonces vuelve la trampita de aquel obispo francés, pero ya no con objetivos religiosos: “…la altera-ción de las estaciones, el granizo y las tormentas…” (sic). ¿Quién es el culpable ahora de lo que, en realidad, ha ocurrido siempre? El desarrollo industrial, el exceso de población, las nuevas tierras de cultivo que incorpora la hermana república de Brasil.

Pero ¿los cambios climáticos de las últimas décadas son resultado del accionar humano? La respuesta es compleja e intentaré presentarla en otro artículo. Aquí me limito a algo más sencillo: ¿hay más cambios climáticos ahora que hace 500 o 1.000 años? La respuesta está a la vista, si usted ha leído con atención hasta aquí.

Todos los científicos coinciden en que en los últimos 150 años la temperatura promedio de la Tierra ha subido alrededor de 0,55 grado. El dato tal vez sería alarmante si no supiéramos que hace 1.000 años, sin actividad industrial, la temperatura fue mucho mayor. Había vides en Inglaterra; hoy no puede haberlas: hace mucho frío. Luego la temperatura descendió hasta el punto de congelar el Támesis. Sin petróleo ni superpoblación. ¿Por qué ahora un cambio mucho más sutil sería, tan sencillamente, conse-cuencia del accionar humano?

Fíjese: entre los años 1700 y 1850 ocurrió un calentamiento tal que produjo que el Támesis ya no se congelara, digamos, por dar una imagen sencilla. La comparación de las variaciones de temperatura es demoledora para los que creen que hoy hay más cambios climáticos que antes. A saber: 1700 a 1850 (sin industria), aproximadamente +2 grados; 1850 a 2000 (con industria), +0,55 grado. Con estos datos, y si consideráramos que la actividad industrial influye en el clima, la conclusión sería que la industria ha reducido bruscamente el aumento de temperatura y ha moderado el clima. Los últimos 150 años han sido, en realidad, de una estabilidad climática inusual en este planeta.

El modo alarmista que prefieren los medios de comunicación modernos, el hecho de que ya no haya zonas deshabitadas en la Tierra y el permanente monitoreo que hacen miles de estaciones meteoro-lógicas y satélites espaciales, producen la sensación de que hoy hay más cambios climáticos que antes. Si pudiéramos disponer de la misma cantidad de información acerca del clima de la época de aquel obispo francés (o cualquier otra época), verificaríamos graves anomalías en los hielos polares, en el régimen de lluvias, en las variaciones de temperatura, desplazamiento de especies, etcétera.

La escasa precisión de los termómetros de aquella época no hubiera podido siquiera advertir los ínfimos cambios actuales. Los aludes en Perú o las inundaciones en Australia simplemente no trascendían al resto del mundo hace 1.000 años ni hace 100. Sólo se enteraban los lugareños. En ningún canal de TV salieron las consecuencias de la erupción del volcán Toba (en Sumatra, 7.200 a. de C.), que cambió brutalmente el clima de la Tierra durante décadas. El Diluvio Universal tampoco fue noticia ni alarmó a ningún fan ecologista. Pero, hoy, medio centímetro de crecimiento de los mares es comunicado con música de catástrofe, pues corren riesgo algunas islas de Oceanía. ¿Sabrán que Jacques Cousteau descubrió construcciones fenicias -de hace sólo tres mil años- 15 metros abajo del agua?

Que quede claro: nos oponemos activamente desde hace más de dos décadas a la contaminación del planeta. Mucho más: nos indigna el maltrato a la Madre Tierra. Así que no nos busque del lado de los que esquilman a la naturaleza y a sus especies, incluida la nuestra. Pero creemos que el engaño también es un maltrato.

Si le parece, otro día hablamos de la historia política de este invento del “cambio climático”, sus autores, sus beneficiarios, sus cómplices por ignorancia, sus fuentes de financiación. También de las hipótesis de las investigaciones serias acerca de cuáles serían los factores que modifican el clima, dado que los cambios climáticos aparentemente no se correlacionan con las emisiones antropogénicas, como vimos. A usted, por las dudas, no se le ocurra repetir en voz alta lo que ha leído aquí. Pues se lo acu-sará de hereje de esta nueva religión que cobija bajo el mismo Credo a los extremos del arco político.

Si viniera un extraterrestre a la Tierra, se sorprendería al advertir que la que ha prosperado aquí es una especie que combate contra sí misma, la explotación de un pequeño sector de esa especie sobre el resto, el hambre junto a la opulencia; la disposición de 15.000 armas nucleares apuntadas sobre sí mismas, las guerras; el gobierno de los sordos, las intolerancias ilustradas; la degradación del aire que luego se respira, la del agua que luego se bebe. Y luego abriría grandes los ojos al enterarse de que el discurso predominante de la buena gente es: “¡nuestro problema es que el clima está cambiando!”, en uno de los períodos climáticos más estables que se han conocido aquí.

El “cambio climático” continuará, como siempre. Y, mientras dure nuestra ingenuidad, seguirá siendo usado para distraernos de nuestros problemas más acuciantes, que sí están en nuestras manos.

Carlos Monterroso
es autor del libro Las trampas de Occidente
y conduce La Bruja de las Palabras,
en Radio Universidad Nacional de Jujuy.



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