Decía Mark Twain en Letters from the Earth: "El hombre es un animal religioso. El hombre es el único animal religioso. Es el único animal que tiene la Verdadera Religión –varias de ellas. Es el único animal que ama a su prójimo como a sí mismo y lo degüella si su teología no es la correcta".
La conducta humana es lo bastante compleja como para sumir en la desesperación y el desaliento a cualquiera que pretenda compendiarla sin dejar cabos suelto. Pero nadie duda de que el sentimiento de culpabilidad y el miedo a un mañana radical-mente diferente son dos de los más poderosos motores de la acción humana desde que bajamos de los árboles. No hay víctima sin verdugo. No hay pecado sin pecador. No hay mañana sin castigo, penitencia y redención.
"La conducta supersticiosa se asocia con actividades imprevisibles y en las que el resultado es impor-tante. Los trabajos peligrosos, los juegos de azar, los exámenes o los acontecimientos deportivos están típicamente asociados con rituales supersticiosos. La teoría del aprendizaje asociativo explica cómo pueden elaborarse fácilmente rituales, pero los rituales además se convierten en una profecía autocum-plida, que proporcionan al individuo la ilusión del control –que hacer algo es preferible a no hacer nada–. Esto vacuna hasta cierto punto al individuo contra el estrés que provoca la incertidumbre".
Dos milenios después de Jesús, 1.400 años después de Mahoma, una nueva fe comienza a conquistar los corazones y los cerebros del mundo occidental. Esta religión, el climatismo, aparece sin bautistas ni pablos, pues la moderni-dad ha impuesto el estilo Wikipedia: todos sabios, todos iluminados.
¿Una nueva fe? Hace ya nueve años un colega me comentaba, con tono de estar muy seguro: "Que hemos causado el cambio climático es absolutamente incontestable, nadie lo duda hoy"; afirmación ésa que era en sí misma un acto de fe. Pero mis sospechas terminaron de confirmarse con la aparición de los escépticos en la materia, los nuevos herejes.
La naturaleza no se defiende. No tiene un plan. No tiene soluciones de futuro. La naturaleza es, sin más. Es una víctima sin defensor, una causa sin paladín. Y es precisamente ahí donde proyectamos nuestra necesidad de control: no hay víctimas sin culpables, ni desprotegidos al margen de la red maternal del estado todopoderoso.
Es la inexplicable necesidad de castigo lo que lleva a muchos de nuestros coe-táneos a ceñirse algún tipo de cilicio emocional cada vez que asistimos a un desastre como el causado en Japón por el terremoto y el tsunami. La misma necesidad que nos mueve a ritualizar el acto público de contrición, arrepenti-miento y penitencia, para así, en la repetición sacralizada e institucionalizada, afianzar el sentimiento de culpa. Oímos en esta esquina: "Nos están pasando la factura de nuestros actos irresponsables"; algo más allá alguien dice: "El hombre y la naturaleza no están hechos el uno para el otro", mientras otro concluye que los humanos somos "los parásitos del planeta", que apenas hemos aportado "muerte y destrucción".
Y claro, la naturaleza se rebela y nos castiga por nuestros errores: huracanes, terremotos, tsunamis, lluvias torrenciales, calentamiento global... ¡Hagamos penitencia! ¡Apaguemos la luz!
Estas y otras frases son pronunciadas sobre todo por gente que tiene un iPhone, una vivienda con calefacción, coches; que se va de vacaciones a islas paradisíacas y llena cada fin de semana la nevera con lo más fresco del supermercado. Apagan la luz una vez al año durante una hora, convencidos de que así contribuyen a la salvación del planeta, seguros de haber dado un paso más en la consecución de una huella de CO2 sostenible y soportable, ajenos a la suerte de los miles de humanos –también culpables, así que de todas formas no importa– que mueren cada día a causa de enfermedades que nosotros nos quitamos de encima con un simple antibiótico o tras unos días de estancia en nuestros hospitales perfectamente equipados.
Si leen el Evangelio de San Juan, verán descritos los fenómenos que anuncian el Apocalipsis: el sol se oscurecerá, la luna se tornará en sangre. Hoy nos basta con echarnos a la cara al hombre del tiempo, que nos presenta las previsiones con una carga poética digna de un telepredicador espiritado. Sin reparar en evidencias, cuando cae mucha nieve es por culpa del cambio climático, y cuando no cae también. Lo mismo pasa cuando llueve y cuando no. Cuando los inviernos son suaves y cuando son duros y gélidos.
El Profeta, en su legítimo derecho a expresar su ira, puede exagerar un poco de vez en cuando. ¿Qué importa si los osos polares no desaparecen o la Corriente del Golfo no se detiene? Son detalles sin importancia, nimiedades al lado de lo que realmente importa: el fin del mundo. Se trata de miedo y fe.
Y justamente ahí, en el miedo y la fe, encontramos la línea que separa al creyente del hereje, a los nuestros de los otros. Es el triunfo de la con-ciencia sobre la ciencia, de la creencia frente a la sapiencia. Si el calentamiento global es progresivo o cíclico, antropogénico o natural, causa del CO2 o no... es la gran cuestión del siglo XXI. Pero no es una cuestión de fe. La fe es un castillo inmóvil plantado sobre una certeza absoluta.
Por eso, llegada la Hora del Planeta, todos apagaron la luz. Y mientras encendían las velas, recordaban las imá-genes de los miles de japoneses que murieron ahogados por el golpe feroz del tsunami y murmuraban: "Estúpidos, estúpidos humanos. ¡Sois los culpables!"
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