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No use máscara; debe usar máscara. Compre un oxímetro de pulso. Abastézcase de Tylenol, vitamina D, Pepcid. Susurre para no escupir. Párese a seis pies de los demás; no, 10. Use guantes. ¡Use dos máscaras! Abra las ventanas. Cierre las escuelas. La locura vertiginosa del COVID, y la dependencia de expertos similares a gurúes, ha sido inquietantemente familiar.

Por ANN BAUER

Artículo publicado en TABLET Magazine, 27 DE OCTUBRE DE 2021

https://www.tabletmag.com/sections/arts-letters/articles/i-have-been-through-this-before-bauer

En abril de 1939, como resultado de un soborno encubierto, un barón maderero de 35 años llamado Bruno Bettelheim fue liberado del campo de concentración de Buchenwald con la condición de que abandonara Alemania y nunca regresara.

Además de dirigir los aserraderos de su familia, Bettelheim se había licenciado en historia del arte y, como muchos austría-cos de la época, incursionó en el psicoanálisis y leyó un poco de Freud. Su esposa una vez había cuidado a un niño con trastornos emocionales en su casa. Cuando llegó como refugiado a los Estados Unidos, utilizó estos detalles aleatorios para reinventarse como experto en comportamiento humano. Un hombre pequeño con modales y un acento vienés llamativos, creía que tenía valiosos conocimientos psicológicos por los 11 meses que había pasado dentro de Dachau y Buchenwald.

En el '38, cuando Bettelheim fue encarcelado, estos eran principalmente campos de trabajo donde los prisioneros eran divididos, despojados de sus posesiones, luego golpeados y arriados como animales por los guardias. Bettelheim notó que los hombres más dañados por la alienación y la violencia, los que habían perdido la esperanza, sufrían un efecto similar: evitaban el contacto visual, se mecían, murmuraban y miraban objetos distantes. Sintió que había sido testigo de lo que se necesitaba para romper la mente de una persona.



El primer trabajo de Bettelheim en los Estados Unidos fue como asistente de investigación en la Universidad de Chicago, estudiando la curricula de arte de la escuela secundaria. Se divorció de su esposa (que también había emigrado) y enseñó brevemente. En 1943, publicó un artículo titulado "Comportamiento individual y de masas en situaciones extremas", afir-mando haber estudiado a más de 1.500 prisioneros de campos de concentración. El legendario general y futuro presidente Dwight D. Eisenhower elogió el trabajo.



De la noche a la mañana, Bettelheim se convirtió en "doctor" y en una estrella.

Sobre la base de ese documento, su [falsa] afirmación de haber trabajado con Sigmund Freud, y su condición de inte-lectual y de refugiado de la Alemania de Hitler, Bettelheim fue nombrado profesor titular de psicología y director de la Escuela Ortogénica Sonia Shankman para niños con trastornos emocionales, en la Universidad de Chicago, en 1944.

Una vez establecido en la escuela, ganó una subvención de la Fundación Ford para iniciar un programa específicamente para niños autistas. Padres de todo el país buscaron su ayuda para sus hijos mudos, retraídos, incapaces de seguir instrucciones, propensos al "stimming" (mirar un objeto o parpadear rápidamente), autolesionarse o fallar en aprender a usar el inodoro.

A mediados de la década de 1950, Bettelheim desarrolló una nueva teoría del autismo, basada en su artículo de 1943 y en el comentario de pasada de un investigador llamado Leo Kanner, quien dijo que los niños autistas "nunca se descongelan": la "madre-refrigerador".

La mala crianza de los hijos —como el encarcelamiento en un campo de trabajo nazi— fue una "situación extrema", dijo Bettelheim. Caracterizó a las madres de niños en su programa como frías, distantes, abusivas e indiferentes, como guardias domésticos de las SS. Aunque no se hicieron estudios para respaldar esta hipótesis, su teoría de que las madres desdeño-sas causaban el autismo se convirtió en la ciencia aceptada de la época.

En su libro de 1967, “La fortaleza vacía”, Bettelheim escribió: “Si a los infantes los abandonan por completo antes de que se hayan desarrollado lo suficiente como para valerse por sí mismos, morirán. Y si su cuidado físico es suficiente para sobrevivir, pero están abandonados emocionalmente o son exigidos más allá de su capacidad para sobrellevar la situa-ción, se volverán autistas".

El Dr. Bettelheim disfrutó de décadas como favorito de los medios, apareciendo en televisión (era un invitado habitual en The Dick Cavett Show) y se desempeñaba como el principal experto para periódicos como The New York Times y The Washington Post, que le atribuían el mérito de “haber originado muchas de las técnicas y principios de la psiquiatría infantil moderna". Woody Allen le dio al psiquiatra pop un cameo, como él mismo, en la película Zelig. La revista Commonwealth publicó un artículo titulado "La obra santa de Bruno Bettelheim". Escribió una serie de libros que fueron bestsellers de fama mundial.

La teoría de la madre-refrigerador del autismo se convirtió en un evangelio, no sólo entre los psiquiatras, sino también en el zeitgeist [*]. Tenía sentido y era fácil de entender. Mejor aún, convirtió una condición misteriosa y desgarradora en un simple problema de quién tenía la culpa. La gente se unió a la idea de que las madres frías causaban autismo porque les brindaba consuelo. Las madres cuyos hijos se desarrollaban normalmente, sabían que se debía a que eran "buenas". Los padres y otros familiares de niños autistas quedaron libres de culpa.

*[N.T: El Zeitgeist en psicología es el clima intelectual y cultural de una época. Este clima va a influir enormemente en el contenido y expresión de algunas de las enfermedades mentales. Sinónimo: espíritu de los tiempos.

https://psiquiatria.com/glosario/index.php?wurl=zeitgeist ]


Incluso las desesperadas “malas” madres abrazaron la idea, creyendo que si podían curarse a sí mismas, sus hijos se cura-rían. Finalmente, una respuesta: Tenían que inscribirse en psicoterapia intensa y enviar a sus hijos autistas a vivir con otras familias o en programas residenciales. A algunas madres se les aconsejó que también reubicaran en otra casa a sus hijos sanos, para que sus cualidades de “refrigerador” no se derramaran y estropearan a otra joven mente. Muchas obe-decieron.

Ocasionalmente, las familias rechazaban el diagnóstico y sus hijos eran llevados por la fuerza. Se hicieron informes, se movilizaron equipos psiquiátricos. Aparecieron en las casas de niños autistas, empacaron sus maletas y los sacaron, mientras los guardias contenían a las madres que habían sido consideradas inadecuadas y que gritaban y protestaban. Bettelheim llamó a este proceso “parentectomía”, una práctica triste pero necesaria que ayudaría a curar a los niños autistas. Muchos fueron llevados a la Escuela Ortogénica que dirigía, donde permanecieron hasta una docena de años.

No fue hasta 1990, después de la muerte de Bettelheim por suicidio a los 86 años, que los residentes y el personal de la escuela comenzaron a hablar sobre sus ataques de ira, insultos, mentiras constantes y abuso.

"Yo caracterizaría la atmósfera en la Escuela Ortogénica, en ese momento, como el comienzo de una secta, con el Dr. B. como líder de la secta", escribió un ex consejero, WB, en una carta al Chicago Reader en julio de 1990.

Pero llegado ese punto, ya se habían hecho casi 50 años de daño, durante los cuales cualquier médico que presentara un diagnóstico diferente o cuestionara las prácticas de Bettelheim, sufriría consecuencias profesionales inmediatas y devasta-doras. "En la Escuela Ortogénica", dijo el psiquiatra Richard Kaufman al Chicago Tribune, "la mente de Bettelheim suplan-taba a la tuya".

Yo tenía 23 años cuando Bruno Bettelheim —un hombre del que nunca había oído hablar— se quitó la vida. Al año siguien-te, en 1991, mi hijo Andrew, de 3 años y medio, perdió el habla. Un día podría hablar; al siguiente, estaba cantando a la tirolesa con una extraña voz aguda, encendiendo y apagando las luces y miran-do fijo durante horas, mientras hacía girar la rueda de un coche de juguete.

Mi entonces esposo y yo, éramos demasiado jóvenes y pobres para tener un hijo, mucho menos dos. Nuestro hijo de 1 año tenía problemas respiratorios y asma, lo que consumía tiempo y dinero. Estábamos al límite, apenas podíamos pagar nues-tras facturas y comprar macarrones con queso. Me estaba dando cuenta de que me había casado con un tipo soñador y quijotesco que bebía cuando estaba en problemas y no podía mantener un trabajo.

Eso es lo que vieron los trabajadores sociales del condado cuando fueron llamados para evaluar a Andrew, luego de su colapso en nuestra biblioteca pública: Una casa diminuta, un matrimonio crispado, dos padres agotados con ropa barata. Era invierno en Iron Range, a donde los avances en psicología tardaron algún tiempo en llegar. Los expertos —un estoico equipo de hombres y mujeres de North Country— decidieron que nosotros éramos la causa.

Nos interrogaron por separado y mencionaron como al pasar la idea de un acogimiento familiar temporal. Protestamos, y nos dijeron que podíamos quedarnos con los niños, pero sólo si nos sometíamos a visitas frecuentes y asistíamos a clases para padres dos veces por semana, lo cual hicimos con mucho gusto.

Mientras nos enseñaban cómo imponer consecuencias y establecer una rutina, llevaron a Andrew y su hermano a una sala de cuidado infantil donde los maestros los ayudaron a cantar, jugar y socializar. Al principio, Andrew pareció mejorar, ani-marse, e incluso hablar un poco, pero luego volvió a retroceder. Un patrón que veríamos repetirse en bucle por el resto de su vida.

Cuando un pariente mayor vino a visitarnos en primavera, echó un vistazo a mi hijo de 4 años sentado en un rincón, miran-do su mano. "Has arruinado a ese hermoso niño", dijo, con el rostro tenso por la furia. “Tú y tu vida descuidada. Lo arrui-naste. ¿No te da vergüenza?"

Finalmente nos mudamos a Minneapolis, donde supuestamente los tratamientos eran más avanzados. A los 5 años, Andrew fue diagnosticado con autismo y se inscribió en un programa que incluía tablas de equilibrio, juguetes masticables y frotar su piel con cepillos quirúrgicos tres veces al día.

Nos culpamos a nosotros mismos por los problemas de nuestro hijo, y la mayoría de las nuevas teorías lo hicieron también: Su autismo se debía a que lo habíamos vacunado. Porque lo habíamos alimentado con trigo o lácteos o maíz. Porque no habíamos contratado a un equipo de trabajadores para tener un "floor time" [*] constante con él (la llamada "Cura de Son-Rise") o aplicar técnicas de comportamiento de acuerdo con el método Lovaas, amado no sólo por los padres con autismo de finales de los '90, sino también por gente de la terapia de conversión.

* [N.T: “Floortime” (literalmente, “tiempo de piso”) es una terapia basada en relaciones para niños con Autismo. La inter-vención es llamada Floortime porque el padre se baja al piso para jugar e interactuar con el niño a su mismo nivel. Se in-serta en el juego del niño. Le sigue la corriente al niño. https://www.autismspeaks.org/floortime-0 ]

Cada nueva ola era certera: Los enfoques hacia el autismo que se habían presentado antes eran bárbaros y desinforma-dos, pero este avance más reciente era la única verdad revelada. La Ciencia había hablado. Una y otra vez durante una docena de años.

Nos rompía el corazón cada vez que fallaba un tratamiento —y culpables porque, indefectiblemente, alguien insistía en que no nos habíamos esforzado lo suficiente. Claro, nos habíamos convertido en libres de gluten, pero ¿acaso nos habíamos purificado con oxígeno hiperbárico? El entrenamiento conductual funcionaba, pero sólo si se hacía 18 horas al día. ¿Por qué no tomamos una segunda hipoteca y volamos a los Catskills para hacer un taller en el Son-Rise Institute?

Poco antes de cumplir 36 años, mi entonces esposo cedió y comenzó a beber en serio. Perdió su trabajo y se volvió oscuro y silencioso. Un día se disculpó, nos abrazó a todos, se subió a su camioneta y se fue.

Ahora soltera, cabalgué sola sobre las olas de la esperanza y la desesperanza. Hubo períodos de luz en los que estaba segura de que Andrew se estaba abriendo paso. La adolescencia fue extrañamente esperanzadora; hablaba entrecorta-damente, pero empezó a jugar al ajedrez en torneos y a andar en bicicleta. Parecía que las hormonas podrían sacarlo del "autismo de la infancia" —como lo hacen, milagrosamente, una pequeña cantidad de niños.

Pasaron los años, durante los cuales mis hijos se volvieron más cercanos y parecidos. Una vez alguien me preguntó: "¿Cuál es el autista?". Pero junto con una mejor participación, habilidades sociales y habla, Andrew tenía ansiedad crónica. Cuan-do comenzó la escuela secundaria, un amigo médico de la universidad donde yo enseñaba sugirió que "vieran" a Andrew.

Casi al mismo tiempo, hubo un aumento en los anuncios de antidepresivos en la televisión. Los psiquiatras dejaron de hacer preguntas y sondear la mente inconsciente, convirtiéndose en una especie de lectores de hojas de té con batas blancas que estudiaban los resultados de los análisis de sangre pero nunca miraban a sus pacientes a los ojos. Llevé a mi hijo a una persona así, que le recetó Lexapro.

Este fue el momento en que el trabajo de Bettelheim fue rechazado por completo por un nuevo grupo de expertos que cuidadosamente tomó la dirección contraria. Cambiaron de posición pero se aferraron a la religiosidad. La naturaleza [genética] era "lo in", la crianza era "lo out". La química cerebral se convirtió en lo único que importaba. Todo lo que habíamos hecho durante la infancia de Andrew (fonoaudiología, integración sensorial, patrones cruzados, entrenamiento conductual, biorretroalimentación) lo rechazaban por "charlatanería".

Andrew respondió de manera extraña al Lexapro —como lo hizo con tantas otras cosas—, volviéndose obsesivo y maníaco, deambulando toda la noche. El padre del niño había resurgido con una nueva esposa que trabajaba para una empresa farmacéutica. Yo también me había vuelto a casar recientemente. Los cuatro nos reunimos para discutir la situación y me sentí aliviada de tener ayuda por primera vez en años.

Pero pronto estuvimos en desacuerdo: mi esposo John y yo, queríamos sacar a Andrew del Lexapro, pero mi ex y su esposa insistían en que realmente necesitaba algo más fuerte. Cuando finalmente vimos al especialista en autismo por el que habíamos pasado seis meses en una lista de espera, estaba completamente del lado de ellos.

"Su hijo sufre de una enfermedad neurológica y no permitiré que le nieguen la medicación que lo ayudará", dijo el médico, al igual que los trabajadores sociales de North Country, "Yo lo llamaría abuso".

Puso a Andrew en Abilify, un antipsicótico "atípico" que hacía publicidad durante las noticias. John y yo pedimos que probara con algo más suave, o más probado, pero el psiquiatra insistió en que las terapias más antiguas eran inferiores y no funcionarían. Semanas después, mi hijo cumplió 18 años y yo perdí el poder de controlar sus decisiones médicas. Vi como el médico y mi ex marido, ambos hombres grandes e imponentes, insistían en que tomara la droga.

Es posible que Andrew desarrollara psicosis exactamente al mismo tiempo que comenzó a tomar drogas psiquiátricas, que mi ex y el médico tuvieran razón y yo estuviera equivocada. También es posible que su cerebro fuera frágil y que las drogas que se habían cargado en él (con el tiempo, su médico agregó Risperdal y un poco de Depakote) derritieran sus circuitos, causando descompensación.

Pero cada vez que yo planteaba la pregunta, me daban un sermón: Andrew debería haber sido medicado antes, yo había sido negligente; los médicos se estaban poniendo al día. Se necesitarían al menos tres meses para ver los beneficios, posiblemente seis. No debía pensar en quitárselo porque la abstinencia era peligrosa. Dos médicos me amenazaron con denunciarme por maltrato a un adulto vulnerable si lo intentaba. Escribí un artículo para una revista local contando nuestra historia y cuestionando el uso generalizado de antipsicóticos. Un psiquiatra de la Universidad de Minnesota, director de servicios de autismo, presentó una refutación mordaz, llamándome “loca anti-ciencia”.

"Has arruinado a ese hermoso niño", dijo, con el rostro tenso por la furia. “Tú y tu vida descuidada. Lo arruinaste. ¿No te da vergüenza?"

Mientras tanto, Andrew pasó de ser un adolescente tímido, inteligente y autista a ser un hombre estuporoso[*] que subió 45 kilos y estalló en rabia. Mi ex y su esposa desaparecieron cuando un trabajador del condado le dijo a un juez que nuestro hijo estaba fuera de control y que el estado de Minnesota había ordenado el electroshock (esto fue en 2011, y es una práctica común). John y yo demandamos y terminamos con un tutor designado por el tribunal al que se le otorgaron todos los poderes de control sobre la vida de Andrew y más tarde fue acusado de dopar a sus clientes y robarles.

* [N.T: Estupor es un estado de falta de reacción excesivamente largo o profundo. Los afectados sólo pueden ser sacados de este estado brevemente y mediante estímulos muy intensos, como sacudidas, gritos o pellizcos. https://www.msdmanuals.com/es-ar/hogar/enfermedades-cerebrales,-medulares-y-nerviosas/coma-y-alteraci%C3%B3n-de-la-consciencia/estupor-y-coma ]

Nuevamente fuimos a la corte y esta vez ganamos. En 2014, John se convirtió en el tutor legal de Andrew y comenzó el proceso de desintoxicarlo de los medicamentos más peligrosos. Durante dos años vivimos tranquilamente; Andrew en un complejo de apartamentos para adultos con autismo, nosotros en una pequeña casa que teníamos previsto dejarle a él y a su hermano, que había pedido ser su tutor sucesorio. Todos los domingos cenábamos juntos y dábamos un paseo.

Andrew se había ensimismado, resignado y cansado. Ya no estaba enojado, vivía en un silencio fácil y envejecía precipi-tadamente, aparentando ser décadas más viejo. Cuando salíamos él y yo, la gente asumía que era mi marido -este hombre alto, serio y calvo.

En una agobiante mañana de viernes de noviembre de 2016, Andrew fue encontrado muerto en el piso de su sala de estar. John recibió la llamada y me llevó a un parque cerca de nuestra casa, inundado de frescas hojas rojas y anaranjadas, para darme la noticia. El otoño me ha llenado de temor desde entonces.

Mi hijo tenía 28 años cuando murió. Se realizó una autopsia pero no se encontró ninguna causa oficial de muerte. Se des-cartaron los métodos tradicionales de suicidio. Sin embargo, me había dicho en nuestra última cena que no había felicidad para él en este mundo —parecía tener la mente más clara de lo que había tenido en años. Había limpiado su teléfono y su computadora y borrado su música de Spotify.

Cuando limpiamos su apartamento, había un montón de productos farmacéuticos envueltos en papel de aluminio en la parte posterior de un cajón. Pero el informe del forense mostró niveles bajos / normales de sólo dos medicamentos en su sangre -ni abstinencia ni sobredosis. Mi explicación personal es que estaba cansado de ser controlado por los veleidosos zares del autismo, y que ya estaba harto.

El tiempo entre finales de 2016 y 2019 lo he perdido en su mayor parte. Resulta que el dolor no se siente como tristeza. Es más como el terror, ser perseguido a través de una aceitosa oscuridad. Mi esposo, mi hijo menor y yo nos aislamos. Bebi-mos. Condujimos, buscando a Andrew. Le encantaban las montañas: Dakota del Sur, Colorado, Oregon. Jurábamos que lo sentíamos en los árboles.

Habíamos comenzado a funcionar de nuevo, lentamente, a finales de 2019. En enero de 2020 viajamos a Bellevue, Wash-ington, para ir a una conferencia en la que John debía disertar. Me enfermé poco después con fiebre y tos sin aliento, de la que no me pude librar durante seis semanas. Un amigo nuestro, abogado corporativo con negocios en China, levantó una ceja y nos dijo que se avecinaba una pandemia. Por todos lados había tensión, algo descontrolado y perverso en el aire.

John es un experto en seguridad de Internet con experiencia en matemáticas. A menudo habla sobre la "forma" de un problema. Ese es su esquema, su gestalt. Lo visualiza como puntos en un gráfico o como ondas en un gráfico. Yo veo imágenes holográficas: la forma de un refugiado ambicioso, batas blancas y hombres estafadores, brillando bajo las figuras que vemos hoy. En marzo, abril, mayo, comenzaron a surgir formas familiares.

De repente, surgió un grupo de expertos en pandemias que recomendaron, y luego exigieron rápidamente, cosas extremas y sin precedentes. La gente no debía ver a sus padres, visitar amigos, celebrar funerales o abrazarse. Nunca más podría-mos estrecharnos la mano. ¡Usar máscaras era inútil! DEBÍAMOS enmascararnos, tanto en inte-riores como en exteriores. Se establecieron líneas telefónicas directas en muchas ciudades, incluida la mía, para que los ciudadanos denunciaran a sus vecinos que no cumplieran. Se envió a la Policía para disolver un funeral judío en la ciudad de Nueva York.

Día tras día, los medios de comunicación arrojaban información sobre quién tenía la culpa: Millennials, gente de vacaciones, sureños, motociclistas. Los científicos que propusieron diferentes teorías fueron silenciados, ridiculizados, marginados. Fueron considerados peligrosos; sus ideas, "desinformación". Cuestionar era un sacrilegio.

Ya había vivido todo esto antes.

En los últimos días de mayo de 2020, la policía asesinó a un hombre en mi ciudad, desencadenando protestas masivas en todo el mundo. Pero estas reuniones fueron proclamadas diferentes, santificadas. Se llevó a cabo un servicio —en el interior, lleno de gente, incluido un senador de los Estados Unidos sin máscara, y nuestro gobernador de Minnesota, que se había comprometido a enviar a la Guardia Nacional para interrumpir el funeral de cualquier otra persona. Cantaron y se tomaron las manos. Esto también fue bendecido por los que estaban a cargo.

Tal como lo habían hecho todos los años de la vida de mi hijo, las recomendaciones cambiaban a un ritmo vertiginoso, y no sólo eran replicadas por los funcionarios de salud pública, sino también por el círculo íntimo de un gigante de la tecnología, un nutricionista, un sociólogo, un empresario de la atención médica, que ahora disfrutaban del apoyo tanto del gobierno de EE.UU., como de las plataformas tecnológicas monopólicas que controlan lo que se nos permite ver y leer. Los expertos se dispararon más allá del alcance de la gravedad científica hacia una atmósfera libre de evidencia donde cada teoría pasajera se convirtió en ley y verdad.

El año del COVID continuó con un tamborileo de advertencias en todo el país: Desinfecte su correo con lejía y luz ultravio-leta. No use máscara; debe usar máscara. Compre un oxímetro de pulso. Abastézcase de Tylenol, vitamina D, Pepcid. Forme una burbuja. Consiga un filtro de aire. Susurre para no escupir. Párese a seis pies de los demás; no, 10. Use guan-tes. Póngase gafas protectoras porque el virus puede entrar a través de sus ojos. No acaricie al perro. Mantenga a su adolescente en el garage. Aísle a un niño pequeño enfermo en su sótano con una campanilla. ¡Use dos máscaras! Mantén-gase alejado de restaurantes, salones de uñas, gimnasios. Abra las ventanas. Cierre las escuelas.

Finalmente, llegaron las vacunas y, en un principio, parecieron ser un milagro. Pero aún había ciertas cosas que no se nos permitía discutir, como los efectos secundarios, la transmisibilidad y la inmunidad natural. ¡Las inyecciones fueron inmacu-ladas y todopoderosas! Entonces, de repente... no lo eran. Las vacunas eran arruinadas por los no vacunados; no podían salvar a los fieles a causa de los pecadores. Y la droga sola no era suficiente. Los verdaderos creyentes usaban también una máscara, y aquellos que no lo hacían estaban causando que la cura fallara.

Cualquier cosa que los expertos dijeran en televisión se convirtió en realidad, se convirtió en "Ciencia". Mientras tanto, la gente moría, y moría, y moría, y así como la tragedia en curso del autismo de un niño era de alguna manera culpa de la madre, una y otra vez, los médicos y funcionarios culparon a su audiencia de 3 mil millones por la enfermedad. Cuanto más fallaban las curas, mayor era la culpa del público. La falla nunca estuvo en el remedio, sino en aquellos que fallaron en "comportarse" y por lo tanto trajeron la plaga sobre ellos mismos.

Después de que cerraron las escuelas y cerraron nuestra ciudad en marzo de 2020, me quedaba despierta por las noches imaginando a todos los niños como mi hijo que eran mudos, sensibles, atados a la rutina, sin amigos, con una necesidad desesperada de servicios e incapaces de aprender por Zoom. Los adultos con discapacidades ya aislantes, cuyos progra-mas y actividades, trabajos de apoyo y visitas de trabajo social fueron cancelados. Los que fueron devueltos con COVID a sus hogares grupales y los dejaron morir. De vez en cuando entraba en pánico, mi corazón latía con fuerza y ??mi esposo se despertaba para consolarme.

Más de una vez dijo las palabras: "Está bien, puedes dormir. Andrew ha muerto".

Pero estaba afligida, motivada, obsesionada como lo había estado mi hijo con autismo. Para mí estaba tan claro que los políticos y la salud pública se estaban agitando y haciendo daño. Con cada nueva orden y decreto sin precedentes, vi la forma de ese ejército de expertos en autismo. Lo cuestioné todo —cierres de escuelas, encierros, máscaras—, hablando compulsivamente sobre las consecuencias inevitables, las formas en que estábamos destrozando a la gente. La mitad de mis amigos, las personas que se sentaron conmigo en las horas posteriores a la muerte de mi hijo, dejaron de hablarme en 2020. Mis editores, clientes y colegas de trabajo simplemente desaparecieron.

De los amigos que quedan, la mayoría son comprensivos pero también leales a la narrativa de COVID y, por lo tanto, se sienten frustrados por mi postura. Han sugerido que no confío en los expertos de hoy porque estoy muy destrozada por mi pasado. Y no puedo jurar que eso no sea cierto. Pero, ¿son los expertos de hoy demostrablemente mejores que los expertos del pasado? ¿Por qué sería así? Quizás aprendí de experiencias que otras personas tuvieron la suerte de no tener, hasta ahora.

Al final, lo que yo crea realmente no importa. La historia saldrá a la luz. Dentro de diez, quince o veinticinco años habrá una investigación profunda y un ajuste de cuentas, una serie de biografías y memorias de las personas que pasaron 2020-21 bajo el dominio de los gurús. Los medios de comunicación que pregonaron su sabiduría y métodos publicarán informes enérgicos, investigados y de estilo documental. La gente saldrá de las sombras para afirmar que en realidad no creían que los expertos encarnaran la ciencia y que se resistieron en secreto todo el tiempo; incluso aquellos que predicaron su evangelio y defendieron con fuerza la obediencia del público, insistirán en que en realidad no lo hicieron.

Debido a que la controversia vende, las historias pueden volverse espeluznantes y exageradas —ese efecto de látigo. Algunas de las personas que trabajaron con Bettelheim, como la Dra. Jacquelyn Sanders, quien fue su segunda al mando y sucesora como directora de la Escuela Ortogénica, sintieron que el péndulo se balanceó demasiado después de su muerte. “Nunca fue el oráculo que los medios de comunicación hicieron que fuera”, dijo Sanders, “pero comenzó su carrera con un verdadero deseo de ayudar. Luego vino la atención de los medios, las ofertas de libros, el estatus de celebridad y la riqueza. Lo que comenzó como medicina se convirtió en una certeza ampulosa y corrupta, una voluntad de destruir a la gente si eso significaba no tener que admitir nunca que estaba equivocado.”

“No hubo estudios que respaldaran el trabajo de Bettelheim” —recordó Joan Beck a los lectores en su artículo del Chicago Tribune de 1997 "Dejando las cosas claras sobre un gurú caído"—, “por lo que requirió la lealtad incondicional y devota de su equipo para rehacer constantemente la realidad para que se ajustara a sus recomendaciones.”

Después de la muerte de Bettelheim, cuando las denuncias de abuso comenzaron a llegar tanto de trabajadores como de residentes, un periodista y ex editor literario de The Nation, Richard Pollack, comenzó a trabajar en una memoria sobre su hermano, que había sido residente en la Orthogenic School. Entre las cosas que Pollack descubrió en su investigación para "The Creation of Doctor B: A Biography of Bruno Bettelheim": Bajo la dirección de Bettelheim, los investigadores solían etiquetar erróneamente a los niños como autistas o retrasados que no lo eran, con el fin de aumentar su "tasa de cura-ción" y aumentar la financiación y las subvenciones.

En su libro de 2007, "Madness on the Couch: Blaming the Victim in the Heyday of Psychoanalysis", el escritor científico Edward Dolnick informó que los artículos muestran que Bettelheim sabía que sus métodos no podían curar el autismo en 1964, pero continuó publicando, impulsando la teoría de la madre-refrigerador y eliminando niños de sus familias durante décadas, admitiendo sólo en su manuscrito final, publicado póstumamente, que "nadie sabe cómo tratar a estos niños".

Desde que Bettelheim se quitó la vida, la Escuela Ortogénica ha experimentado cambios importantes. Su propio "Manual de la Familia" hace una breve referencia a las teorías "altamente controvertidas" de Bettelheim y le atribuye (brevemente) el mérito de llamar la atención sobre el problema del autismo. En 2014, la escuela se mudó de los sombríos edificios de ladrillo donde había estado alojada durante casi 100 años, a un campus soleado en el vecindario Woodlawn de Chicago. A princi-pios de este año, anunciaron que cerrarán definitivamente su programa residencial.

En algún momento —no puedo decir cuándo, porque hubo años que pasaron como agua oscura— fui a Chicago y visité el sitio de la antigua Escuela Ortogénica donde una vez reinó Bruno Bettelheim. Un compañero de psiquiatría con el que me había puesto en contacto me mostró los alrededores y me habló con seriedad de los métodos extrañamente ignorantes que una vez habían dominado su campo. Me mostró las habitaciones donde vivían los niños, lejos de sus padres, y el patio donde en la época de Bettelheim había una estatua con forma de madre en la que había animado a sus jóvenes estudian-tes varones a orinar.

No sé lo que pensé que encontraría allí. Tal vez estaba buscando la respuesta a cuán terrible y repetidamente nosotros, como personas, podemos obtener nuestras respuestas a la naturaleza tan equivocadamente. El patio estaba vacío, brillantemente soleado. Los edificios de ladrillo eran antiguos y elegantes, como monumentos sagrados de la ciencia. Tuve que recordarme a mí misma que hubo décadas de abuso, terror psicológico y separación forzada de los padres dentro de los muros de este lugar. Y durante todos esos años, el personal observó y participó sin que ninguno de ellos hablara.-


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