El hierro es nuestro. Que no venga nadie a robárnoslo. Y menos esos indios (de la India, esos que antes llamábamos hindúes pero ahora parece que ese gentilicio no era el correcto) que nos quieren perforar el suelo patrio, esta noble tierra abonada por la heroica sangre oriental.
Los charrúas (los indios de por acá, no los de la India) vivían con toda felicidad deambulando por campos y selvas, y jamás usaron el hierro; esos sí que eran respetuosos del medio ambiente. ¿Por qué no podemos inspirarnos en esa cultura y prescindir de los metales? Con palos y piedras se las arreglaban para cazar todo tipo de bichos y pescar en las cristalinas aguas de nuestros ríos o en las procelosas de la mar océano; con cueros y ramajes se las ingeniaban para construir confortables viviendas sin necesidad de vigas ni planchadas de hormigón.
El hierro es una porquería que se oxida fácilmente; y cuando se oxida, ya no sirve para nada más que para lastimarnos y agarrarnos tétanos. Además, el hierro que necesita nuestro organismo lo tenemos ahí, al alcance de la mano, en el hígado de los bóvidos rumiantes (o sea vacas, que por suerte acá no son sagradas como en la India, y por eso esta gente necesita minas de hierro), a un precio razonable en las carnicerías y sin necesidad de andar horadando la tierra.
Creo que los movimientos ambientalistas uruguayos están meando fuera del tarro; los encuentro timoratos, incapaces de llevar adelante acciones en defensa del equilibrio ecológico, amenazado por la actividad minera. Tampoco se movilizaron para impedir la instalación de fábricas de celulosa, algo que todo lo contamina y que, en definitiva, produce una sustancia de la que se puede prescindir. Un país ganadero no necesita papel: podemos escribir sobre pergaminos que obtendríamos de la piel de nuestras ovejas; o incluso, abstenernos de escribir; ¿acaso los charrúas escribían? Y si a alguien le vienen berretines literarios, que escriba en la ceibalita.
Y para peor, ahora quieren reflotar el ferrocarril. ¿Me querés decir para qué? Para contaminar el aire, para aturdirnos con el estrépito de locomotoras y vagones. En tiempos de Artigas y la Patria Vieja no había trenes; ¿es posible imaginar el Éxodo del Pueblo Oriental en tren? Volvamos a las nobles carretas que siguieron al Prócer hasta el Ayuí; volvamos a las diligencias como la que inmortalizó Belloni en el broncíneo monumento del Parque de los Aliados...
Volvamos al estado de naturaleza, reencontrémonos con nuestras mejores tradiciones, inspirémonos en nuestros ancestros que no contaminaban nada y vivían en armonía con la Pacha Mama.
No nos dejemos engatusar por ideas foráneas ni permitamos que nos encandilen con el progreso. ¡Viva el Paleolítico, carajo!
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