por John Kenneth Galbraigth
Publicado en ALAI 307
Este mes tengo dos eventos a celebrar: la distinguida carrera de Robert Heilbroner, el economista de centro-izquierda más interesante, innovador e influyente, y el nonagésimo aniversario de la revista The Progressive. Me atrevo a ofrecer el mismo tema para ambos. Es el siguiente: la mayoría de los economistas cometen algo que, de manera profesionalmente cauta, me atrevo a denominar como fraude inocente. Es inocente porque la mayoría de los que lo perpetran lo hacen sin sentirse culpables. Es fraude porque rinde un servicio sigiloso a ciertos intereses particulares.Empecemos con la palabra "capitalismo" que parece pasada de moda. Hoy día lo correcto es referirse al sistema de mercado. Este cambio minimiza, e incluso borra, el papel que juega la opulencia individual en el sistema económico y social. Y elimina ciertas connotaciones adversas que se remontan a Marx. En lugar de tener a los propietarios del capital o a sus empleados en el poder, lo que tenemos es el rol admirablemente impersonal del mercado. Es difícil imaginar un cambio semántico que beneficie más a los que disfrutan del poder que concede el dinero. Han conseguido un cierto anonimato funcional.
Sin embargo, la mayor parte de los que utilizan esta designación en particular, los economistas lo hacen inocentemente. No ven problema alguno con esta terminología neutra y descriptiva. Ignoran una cuestión de máxima importancia: si el dinero y la opulencia confieren poder (la respuesta es: claro que sí). De ahí el termino "fraude inocente".
Este fraude oculta un cambio importantísimo en el papel que el dinero juega en la economía moderna. Hace un tiempo el consenso era que el dinero confería a su propietario, al capitalista, control sobre la empresa. Este es el caso todavía en la pequeña empresa. Pero en todas las grandes empresas el poder decisivo lo ostenta una burocracia que controla, pero no posee, el capital requerido. Las escuelas de adminstración [MBAs] enseñan a sus estudiantes a navegar por estas burocracias, y es a éstas a donde los graduados de dichas escuelas se dirigen. Pero la motivacion y el poder de las burocracias no son temas dignos de estudio para los economistas. La gestión empresarial existe, pero su dinámica interna no se estudia, ni se explica porqué determinadas conductas son recompensadas con dinero y poder. Estas omisiones son otra manifestación del fraude. Puede que no sea del todo inocente. Permite evadir ciertos hechos, a menudo desagradables: la estructura burocrática, la competencia interna, la autopromoción, y muchos otros.
Este fraude, inocente o no, oculta un factor de crucial importancia en la distribución de la renta: en la cima de las burocracias empresariales, la renumeración la fijan aquellos que la reciben. Este hecho impepinable no encaja bien en las teorías económicas ortodoxas, y por tanto se le ignora. En los libros de texto no existen ni las aspiraciones burocráticas, ni la acreción burocrática mediante fusiones y adquisiciones de otras empresas, ni la renumeración establecida por el recipiente. Ignorar todo esto constituye un fraude no del todo inocente.
Un fraude más generalizado domina el pensamiento académico en economía y política: la presunción de que la economía de mercado existe independientemente del Estado. La mayoría de los economistas admiten el papel estabilizador del Estado, incluso aquellos que tratan, desesperadamente, de ignorar la realidad asignando un papel de bondad todopoderosa a Alan Greenspan y a la Reserva Federal norteamericana. Y, salvo los más dogmáticos, todos aceptan la necesidad de que el Estado regule y establezca controles legales. Pero muy pocos economistas mencionan la intromisión de la empresa privada en funciones que, por común acuerdo, deberían corresponder al Estado. Las referencias constantes a los sectores público y privado ocultan esta intromisión, y esto constituye uno de los ejemplos más diáfanos de fraude inocente.
Examinemos, por ejemplo, las protestas habituales contra los subsidios a empresas privadas, donde éstas reciben una subvención estatal para sus productos o servicios. El problema es que estos subsidios son un detalle de poca importancia. Mucho más seria es la asunción por parte de la empresa privada del control de decisiones en el ámbito público y del gasto estatal.
El caso más claro es la industria armamentista. Esta utiliza su influencia en el Congreso y el Pentágono para crear la demanda para sus productos, dirigir el desarrollo tecnológico de nuestro sistema defensivo, y suministrar los fondos necesarios al presupuesto de Defensa. Esto no es nada nuevo. Se trata del complejo militar-industrial, una caracterización que se remonta a alguien tan poco radical como Dwight D. Eisenhower.
La idea de que los sectores privado y público son entes distintos es, en este caso, claramente absurda. Sin embargo, tanto académicos como comentaristas políticos y económicos ignoran sistemáticamente la absorción de funciones públicas por parte de la industria armamentista. Y el que calla, al menos en parte, otorga. Me resulta difícil describir esto como fraude inocente. Las consecuencias sociales distan mucho de ser benignas.
En este asunto, es bastante evidente que es importante expresar lo que ocurre en lenguaje claro. Podremos así disfrutar de la incomodidad ajena que causan aquellos que dicen la verdad.