Hora de Córdoba
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Ciencia versus Ecologismo

por Carlos Wotzkow
Biólogo molecular y ornitólogo Cubano
(Exiliado en Suiza)

"En 1970, miles de millones de seres humanos
(incluyendo norteamericanos) morirán de hambre."

"En 1973 (debido a la contaminación del aire) unas 200.000
personas en Nueva York y Los Ángeles morirán."

"En 1980, Estados Unidos verá reducida la expectativa de vida
[de su población] a 42 años por culpa de los pesticidas y en 1999
apenas quedarán vivos unos 22,6 millones de norteamericanos."

"Para el año 1985, suficientes millones
de personas habrán muerto reduciendo la población
del planeta a un nivel aceptable de 1,5 billones."

"Apuesto a que Inglaterra no existirá en el año 2000"
Paul R. Ehrlich*

Quizá sea eso lo que favorece que los ecologistas sepan más sobre como hundir un barco pesquero con sus tripulantes a bordo, a cómo funcionan sus torcidos cerebros. El terrible dilema de los ecologistas es simple, pero complejo. Simple, porque podemos identificarlo; complejo, porque no existen respuestas científicas para solucionar su propio dilema. Ese dilema, se llama “síntesis”. Podríamos describir la macro-ecología de un archipiélago, identificar sus ecosistemas, fragmentarlos en especies, penetrar en sus células, identificar cada uno de sus genes e incluso, llegar a identificar cada una de las proteínas que lo conforman. Pero no somos aún capaces de hacer el recorrido a la inversa. Ellos tal vez ni siquiera lo sepan, nosotros sí.

Al menos hoy, no contamos con el avance tecnológico (algoritmos y complejos modelos matemáticos) que nos permitan predecir la estructura y la forma de una proteína a partir de los aminoácidos que la conformarán según su forma. Imposible entonces reconstituir desde abajo hacía arriba, la estructura genética de una sola especie. Menos que menos podemos predecir sus funciones, sus mutaciones, sus innumerables y complicados procesos adaptativos. En otras palabras, es relativamente fácil describir el ecosistema de una isla como Cuba, pero de momento, es imposible sintetizarlo. El problema, lo aclaro, es más técnico que conceptual, pero si la síntesis de proteínas fuera un hecho consumado, se los asegu-ro, no estaríamos hablando del calentamiento global como lo hacemos hoy.

Hacer predicciones sobre el cambio climático, aún conociendo todos los factores que lo componen e influencian (y estamos muy lejos de tener ese conocimiento), requeriría conocer el impacto individual de cada fuente de emisión gaseosa y la suma energética de todos los factores planetarios que, por añadidura, cambian sus valores a cada segundo. De la misma forma, no se puede hablar de los “irres-ponsables productores” de CO2 si no conocemos quiénes son, ni qué parte de responsabilidad le co-rresponde a cada uno de ellos. Entre los mayores productores de CO2 a escala mundial, y desde hace cientos de millones de años, los científicos han logrado identificar en orden decreciente, a los volcanes, los árboles, las termitas, las bacterias, y desde hace muy pocos años, al ser humano.

De la revolución industrial a la fecha nos hemos vuelto simplistas, y toda la responsabilidad contami-nante del ambiente es ahora atribuida al hombre, pero sobretodo, a las poblaciones humanas cuyo desarrollo industrial y riqueza acumulada, le permite pagar “sus culpas” al inquisidor ecologista. De otra forma no valdrían la pena esas campañas para “salvar” al planeta. ¿Ha visto usted algún activista de Greenpeace colgándole un letrerito molesto a una mina de carbón en China? ¿Ha visto usted a algún voluntario de Sierra Club protestando contra el programa nuclear Iraní? Y pudiera preguntar más, pero resulta evidente que ese esfuerzo eco-político, “a favor del medio ambiente”, es tan solo un obje-tivo ideológico dirigido contra de la industria y el desarrollo del mundo occidental.

Pero adentrémonos en un bosque pluvisilva de la depauperada Sierra de Cristal cubana. La mayoría de los estudios científicos efectuados en ese pequeño y local ecosistema se ha basado en 200 años de via-jes de colecta, clasificación y cuantificación preliminar de las especies que lo conforman. De ellos, un 1% de los investigadores ha estudiado muy superficialmente la ecología (básica) de alguna de sus especies (principalmente vertebrados), pero ninguno ha incursionado en su biología celular. Creemos que allí habita una especie de gavilán que se ha diferenciado del que habita en la Ciénaga de Zapata, pero a nivel genético, ni siquiera lo hemos demostrado. Lo mismo ocurre alrededor del mundo, incluyendo los Estados Unidos, o en el jardín (lleno de organismos vivos) de la Casa Blanca.

Si los ecólogos son concientes de que el “destino” (ignoren la connotación religiosa del término) de una especie no depende únicamente de sus genes, sino del comportamiento y la influencia que estos reci-ben y tienen de las especies que les rodean, ¿cómo es posible que los ecologistas nos pronostiquen la extinción de una especie si ni siquiera conocen su estrategia reproductiva, la abundancia o escasez de sus recursos alimentarios, su plasticidad adaptativa en épocas adversas, el estado poblacional de sus competidores locales, el nivel de éxito de sus depredadores naturales, o el clima que les resulta favo-rable? Y si los ecólogos aceptan estas incógnitas con resignación, ¿qué no hará un meteorólogo, que sabe que el clima es fuertemente influenciado por ecosistemas totalmente desconocidos?

Se cree que en los últimos 50.000 años decenas de especies continentales han invadido Cuba por diferentes vías. Muchas de ellas jamás lograron adaptarse y otras, lo hicieron tan bien, que poco a poco fueron diferenciándose de sus ancestros. Entonces nos cuentan que la aparente “estabilidad” ecológica del archipiélago (utilizo el sofisma de los ecologistas) se ha visto de pronto perturbada por la llegada del hombre (por supuesto, el “hombre” que ellos mencionan es blanco) y por la introducción de decenas de enfermedades y especies foráneas. Esto, según afirman, ha creado un “caos” ambiental inadmisible. Cierto, si no fuera porque ese “caos” siempre ha estado presente. O ¿cómo evitamos el caos que un huracán causa al cambiar en apenas unas horas la estructura botánica de una isla entera?

¿Entienden lo que quiero decir? Se los explico. La diferencia entre vergüenza y falsa culpabilidad debe ser aclarada. No es el hombre el culpable de todos los males ecológicos, sino la única especie que lo asegura sin el menor atisbo de vergüenza. ¿Quién acabó con los dinosaurios, o quién envió al huracán Mitchel sobre la isla de Puerto Rico? Los ecólogos intentan minimizar el impacto humano con profesio-nalismo, pero los ecologistas, culpan al ser humano siguiendo los intereses económicos que les han llevado a la política. Los que ayer criticaban el monocultivo de la caña de azúcar en Cuba, porque era colonialista, hoy lo bendicen. Hoy ese mismo monocultivo pertenece a un gobierno comunista y ya por eso es bueno. Si el alcohol, como combustible ecológico, es promovido por Bush, es imperialista, pero si lo promueve Lula, entonces es un magnífico producto ecológico de primera necesidad.

En cualquier caso, la estabilidad ecológica de un ecosistema no debe medirse por el número de indivi-duos de una sola especie, sino por la salud poblacional de todas las especies que habitan esa localidad. De la misma manera que resulta un disparate talar un bosque y no reforestarlo inmediatamente con sus especies autóctonas, es otro disparate (y tal vez mayor) exigir su preservación en detrimento de las especies (incluida la humana) que pudieran servirse de él. Un bosque es únicamente necesario si puede ser utilizado por las especies que lo habitan. De lo contrario, hombres, aves y arañas nos negarían el crédito. La Sierra de Cristal cubana, como el Amazonas entero, bien pudieran ser taladas, siempre y cuando se hiciera de forma gradual, a largo plazo, y replantando los recursos explotados por los mismos que allí existían.

Los Estados Unidos son el “Satán” anti-ecológico del mundo, pero al mismo tiempo los ecologistas de la ONU premian al régimen cubano por talar caobas y sembrar eucaliptos. El WWF de Canadá premia al régimen cubano con millones de dólares por “preservar” la Ciénaga de Zapata, mientras que al resto del mundo desarrollado, ese mismo WWF, le dice que preservar los bosques es una obligación nacional. La ONU, en sus intentos por gobernar de manera centralizada el planeta, afirma contar con los mejores científicos en materia climático-ambiental. Su voz por tanto (además de constituirse en un dictado neo-marxista, no acepta disidentes) intenta convertirse en ley planetaria. Para ello, han adoptado los modelos computarizados, empleado cientos de teóricos de renombre, e implantado una política mundial de terror psicológico.

Por desgracia la biología no puede ser analizada como la física y el clima de nuestro planeta está (tam-bién) muy influenciado por las bacterias que lo habitan. Confieso sin vergüenza que siempre fui un pésimo alumno en matemáticas, y que envidio a todos esos teóricos de la complejidad algorítmica, pero esa simulación, a pesar de poder estructurar (en principio) un bosque pluvisilva a partir de las molécu-las (la síntesis de la que les hablaba) que lo componen, carece de la información que le permita tomar en cuenta a todos los elementos de interacción dentro del ecosistema. Entonces, si aparece una mari-posa imprevista, una simple mariposita que no estaba en la lista, deberían aceptar que su impercepti-ble respiración es capaz de cambiarles el perfil entero del pronosticado follaje.

Como mismo ocurre en el simulador de vuelo desarrollado por Microsoft, la imaginación de estos científicos planea en térmicas inexistentes. Soy un aficionado de la aviación y por ende, un admirador impúdico de la simulación de vuelo por ordenador. Lo considero un instrumento fantástico para estimular el sentido de la navegación imaginaria, y para entretener, a un costo risible, a aquellos verdaderos pilotos que no poseen un avión propio. Desde que el primer simulador de vuelo apareciera en el mercado digital hasta este de hoy (FSX), el desarrollo ha sido impresionante. Póngase a los mandos en la cabina de un planeador que entra en una térmica y lo percibirá en sus instrumentos, pero… (y aquí está el problema) cuando buscamos la base de la nube, o chequeamos el tipo de suelo sobrevolado, no siempre encontramos una respuesta apropiada que satisfaga al piloto real.

Entonces sí, simular el clima es original, atractivo, pero es sumamente especulativo. Pronosticar cambios climáticos sería importantísimo, si fuera posible. ¿Cómo pueden asegurar los teóricos de la ONU y del IPCC que los algoritmos que producirá la hojarasca del Amazonas serán idénticos a los suyos? ¿Cómo, pregunto, si ni si quiera se ha estudiado el aporte de CO2 que genera un pequeño cayo de mangle del archipiélago cubano? Y si en Cuba se estima que apenas conocemos una centésima de las especies que habitan el archipiélago, ¿cómo será el conocimiento que hay de las especies que habitan el Amazonas? ¿Puede alguien decirme como será la avifauna de ese cayo cubano después de una tormenta tropical? ¿Preservará ese islote las mismas especies y el estado poblacional de sus insectos antes y después de la migración de las aves?

Nadie puede calcular el CO2 vertido a la atmósfera si no conoce con exactitud sus fuentes y niveles de producción. Usted puede decir que el hombre expulsa 50.000 ppm de CO2 en cada expiración, pero las variables posibles (desde el ADN hasta el pulmón) convierten a esa misma persona en un burdo muñeco antropomórfico sólo parecido a los que pintaba Pablo Picasso. Y, ¿hablamos de ciencia, o lo hacemos de arte? ¿Cómo puede el teórico y su computadora saber que su ecosistema mundial no constituye más que un mero Guernica políticamente enfocado? ¿Cómo hubiera lucido ese mismo Guernica si Picasso no hubiera sido un ferviente comunista? En una pantalla, la nube simulada por ordenador puede camuflarnos sus hexágonos y hacernos imaginar sus partículas de agua, pero en la realidad, como decía Calderón, los sueños,…

Para la ONU y para todos los ecologistas al estilo Sierra Club, Greenpeace, o WWF, Cuba es un país comprometido con la ecología, porque su gobierno promueve el hambre e insta a su población humana a abandonar la isla. Un sistema político como el cubano, lo insinúan sin pudor, pudiera devenir la Gaia a la que aspiran los ecologistas en un mundo sin industrias y poblado por unos pocos adeptos (líderes) y sus ciegos seguidores (su clase esclavizada). ¿No les recuerda algo? A mi me recuerda a Hitler y a las teorías desarrolladas en Alemania gracias a la ley suiza de August Forel. ¿Cómo convencer a estos ecologistas si ni siquiera son capaces de imaginar que, acabándose las semillas de la primavera, un ave como el chochín cubano, es capaz de adaptarse a esa escasez y comer insectos?

Estos activistas, si se acaban las semillas, prefieren la extinción del chochín antes que nutrir a estos trogloditas (me refiero al género de estas aves, no a los ecologistas) con semillas transgénicas. El caso más sonado es el de Zimbabwe, donde miles de personas fueron condenadas a la hambruna porque Greenpeace convenció al dictador Robert Mugabe a no aceptar el maíz transgénico que le enviaban desde Estados Unidos. A primera vista el discurso parece moral, pero si se está familiarizado con la labor científica en el campo de la genética habría que decir que estos ecologistas son políticamente fascistas. Quieren salvar al mundo -dicen-, sólo que no tienen la menor idea de cómo tratar al enfermo. Ignoran que el nivel poblacional de cualquier especie aumenta, o disminuye, según el ecosistema relaje o no sus sistemas naturales de control.

En todos los ecosistemas, ya sean bosques o ciudades, las especies tienen altos y bajos picos reproduc-tivos según lo dicte el entorno. La imposición de un determinado precio a la carne es equivalente a su disponibilidad. Lo mismo experimenta el Gavilán de Monte en los mogotes de las Escaleras de Jaruco. Mientras menos ratas haya alrededor de la palma donde nidifica, más lejos tendrá que volar y más costoso le resultará conseguir el alimento. Seguramente, este gavilán deberá atravesar territorios ocupados por otros gavilanes y estos, se los aseguro, no son muy gentiles que digamos. Estos caóticos patrones de costo y beneficio, además de indiscernibles, funcionan como leyes sociobiológicas naturales y la naturaleza no conoce ni de ética, ni de moralidad.

Caos es uno de los principios auténticamente naturales de la biosfera. Caos es vida, es evolución. La depredación es caos y es caos también la supervivencia. ¿Por qué pagar impuestos ecológicos tras el paso de un huracán? ¿Por qué pagar impuestos eco-políticos en detrimento del bienestar familial? ¿Por qué tengo que salir de mi casa a las 5:00 de la mañana, pasando frió, a tomar un tren camino del trabajo, si el mismo recorrido lo puedo hacer cómodamente en mi automóvil y en un tercio del tiempo que me impone el transporte público? ¿Para quién se fabrican los autos, o los yates de gran tonelaje? ¿Sólo para gente como Paul Watson y el Príncipe de Edimburgo? ¿Por qué debo hacer ese esfuerzo ecológico si los de Greenpeace dilapidan 6 mil toneladas de diesel para ir a emborracharse a bordo del “Artic Sunrise” por los ríos de Brasil?

El objetivo de estos eco-políticos es hacernos sentir irresponsables. Debemos pagar impuestos por la impenitente irresponsabilidad de utilizar combustibles fósiles. Luego, cuando ya estemos harto concientes de nuestras culpas, nos harán sentir irresponsables por iluminar nuestras casas en la noche y nos impondrán impuestos por ello. Así, consecutivamente, nos criticarán después por lavarnos los dientes tres veces al día, por utilizar calzado de cuero, o por interrumpir la vida ajena al consumir carnes, o frutas. No sólo nos convencerán de esa falta de misericordia y de las masacres animales que hemos causado, sino que nos impondrán impuestos por emitir CO2 al respirar. Si usted cree que esto es un sinsentido, espere un poco y verá lo absurdo convertido en leyes por decreto. Es sólo una cuestión de tiempo.

La simulación climática demanda a gritos una mayor información biológica. Lo aprendido desde Caro-lus Linnaeus a la fecha nos sugiere que, aún avanzando en el conocimiento de manera exponencial, nos falta más de un siglo y medio antes de poder contar con el banco de datos empírico necesario. La biolo-gía es hoy día una ciencia adulta, más no en las ¾ partes del planeta donde recién la han empezado a practicar. Las bacterias, los vertebrados, los ecosistemas, todos, pueden ser vistos como máquinas donde las leyes de la física y la química tienen la última palabra, pero sólo si contamos con todas las piezas del rompecabezas y conocemos sus interrelaciones. De momento, apenas tenemos el deseo y la buena voluntad, pero ir más allá no sería ciencia, sino mera adivinación.

Los códigos del ADN y sus 75 millones de nucleótidos nos recuerdan que pretendemos saber más del clima que del cerebro que intenta comprenderlo. Cientos de miles de aminoácidos forman las proteínas que requiere un vertebrado para existir, pero cuando le menciono esas cuerdas de aminoácidos a uno de los ecologistas de Greenpeace en la estación de trenes de mi ciudad, el joven se confunde y cree que le hablo de un instrumento musical. El discurso de esos ambientalistas es primitivo, pero se lo han programado en el cuartel general de Gland. “Hay que combatir a Bush, a sus propiedades petroleras, a Exxon y a Mobil”, y el pobre no sabe que Greenpeace es patrocinada por la Shell, o que obtienen millones de dólares de la carne de ballenas que ellos mismos dicen proteger.

Los verdaderos científicos están enfrascados en mitigar el cáncer, las enfermedades genéticas, o las infecciones virales, y poco a poco lo conseguirán. Las computadoras y sus modelos matemáticos son herramientas necesarias y pronto serán imprescindibles en esos menesteres. Pero antes de que el ser humano pueda pronosticar algo (biológicamente hablando), primero deberá entender los mecanismos del desarrollo orgánico, sus relaciones genéticas, el rol de las señales intercelulares, la forma en que el embrión se ensambla a si mismo, los mecanismos de división celular, la apoptosis, y la transcripción (información intracelular del ADN) genética que determina la diferenciación de los órganos y los tejidos.

Cualquier simulación por tanto, sin estas bases biológicas incorporadas a sus algoritmos, apenas representaría un pasatiempo interesante para los ratos de ocio. Si al menos se supiera como sintetizar una sola célula eucariótica, la inferencia en las demás sería aceptable. Si las especies conocidas fueran integradas a estos modelos, la simulación climática pasaría entonces a ser, en vez de un arte abstracto (de abstracción matemática), una herramienta científica de limitado valor. Al visualizar el clima en una pantalla, hay que hacerlo adicionándole la biosfera, pues funciona como un todo. Hay que ser honestos y reconocer que, sean quiénes sean las especies involucradas, el mundo sigue siendo un ecosistema “perfectamente habitable”, gracias al desarrollo de la industria humana. Desde las frías aguas de la antártica, hasta las calientes dunas de los desiertos africanos.

Entonces, antes que ustedes se decidan a pagar impuestos, o antes de adherirse al catastrofismo del cambio climático y pagar una cotización a Greenpeace o cualquiera de esas organizaciones eco-terro-ristas (porque doblegan la voluntad del vulgo con mentiras y con terror), hágase las siguientes pre-guntas: (1) ¿contamos con los datos necesarios para simular un ecosistema boscoso con cielo despejado y vientos encima de él? (2) ¿serán válidos esos principios de simulación, independientemente de nues-tro cerebro, nuestro comportamiento y la forma en que percibimos nuestros ecosistemas? (3) ¿percibe el ser humano el ambiente del mismo modo que lo percibe un arácnido? (4) ¿es el idioma matemático que se ocupa de la biología compatible con aquel que se ocupa de la física?

Pague impuestos si así lo desea, pero todas las respuestas son, de momento, negativas. La ciencia demuestra que las alarmas lanzadas desde la especulación carecen de poder. La pseudociencia, llevada a empujones al campo de la política siempre apunta en la dirección errónea. En 1970 los ecologistas nos aterrorizaban con el enfriamiento global y hoy ya nadie se acuerda. Entre 1970 y el 2000, Paul Ehrlich nos pronosticaba millones de muertos por culpa del hambre y los pesticidas y hoy, gracias a la genética, los chinos pueden sembrar una especie de maíz transgénico que soporta el frío en latitudes donde antes no crecía más que la vegetación rala. Hoy nos asustan con el dióxido de carbono y mañana, lo harán con otra cosa. Todo este sinsentido ambiental, desde la negación de los genes de Federico Engels, hasta el consumo eléctrico de Al Gore, no son más que ideas originadas por cerebros que siempre han vivido parasitando.

Carlos Wotzkow
Bienne, Marzo 10, 2007


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