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DESCIFRANDO FUKUSHIMA

Daniel E. Arias

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Periodista científico desde 1985. Ganó el premio Kónex (2007). Trabajó en Clarín, La Nación, el Buenos Aires Herald, La Razón, Perfil, Crítica y otros diarios. Su carrera está dedicada a apoyar y defender la ciencia, la tecnología, la industria, la salud y el medio ambiente de Argentina.

Mi primer balance del accidente nuclear de Fukushima, Japón es que tuvo un gran impacto global mediático, pero un impacto radiológico local difuso en seis prefecturas: la propia Fukushima, Gunma, Ibaraki, Niigata, Tochigi y Yamagata, un arco de 45 kilómetros de ancho tendido a entre 30 y 50 kilómetros hacia el nor-noroeste de la planta siniestrada.

El gobierno japonés ordenó la destrucción de todo alimento obtenido en tierras que registren más de 550 kilobec-querels de radioactividad por metro cuadrado, y las hay con hasta 3 y 10 veces esa cifra, muchas veces en esas áreas de interfase campo-ciudad tan frecuentes en el sobrepoblado Japón costero, y aquí en la Argentina incom-prensibles.

El yodo 131, con una vida media de 8 días, “se va solo” bastante rápido: probablemente no afectará a la población, a la que el gobierno le repartió rápidamente pastillas de yodo no radioactivo para bloquear sus glándulas tiroides. Queda por ver qué pasa con la contaminación por cesio 137, cuya vida media es más larga (30 años) y que no parece tener glándulas, órganos o sistemas como blanco preferencial y protegible.

Muchas de los sitios donde hoy se mide radiación en cantidades significativas ya estaban knock-out para produc-ción y vivienda, arrasados con minucia por el peor combo terremoto y tsunami en 140 años. Contra lo que difunde la TV, la tragedia humana en Japón  un asunto geológico, y el accidente nuclear de Fukushima, una nota al pie. Y probablemente lo siga siendo cuando se pueda sumar el impacto de gestionar tal vez durante décadas la contami-nación dentro de la central núcleoeléctrica misma, a costos económicos y de exposición humana todavía difíciles de medir.

Por lo pronto, ya hay 10.000 muertos y 17.000 desaparecidos por causas naturales, y se esperan más. Como comparación, hasta ahora se detectaron 3 trabajadores en los edificios de los reactores que absorbieron dosis de entre 2 y 3 sieverts por gorra. No es poco: equivale a lo que se absorbería de radiación cósmica un viajero ultra-frecuente que hiciera entre 40.000 y 60.000 vuelos entre Londres y Nueva York a 12.000 metros de altura. Y si compara con fuentes naturales, es lo que recibirá durante un período de entre 11 y 17 años alguien que acampe en la playa de arena negra y rica en torio del balneario de Guaraparí, en la costa brasileña.

Un sievert es una unidad ALTA: equivale a un joule de energía ionizante efectivamente absorbida por kilogramo de tejido. En radioprotección se trabaja más frecuentemente con su milésima parte, el milisievert, o su millonésima, el microsievert.

Dicho esto, antes de elogiar al paso el buen manejo de la catástrofe por el gobierno japonés, para luego cargar contra la propietaria privada de la planta (TEPCO) y sus proveedores estadounidenses (General Electric), prefiero atenuar los daños causados por algunos de mis colegas y su márketing de terror. Fukushima es un accidente mucho menor que Chernobyl. La física, el diseño de planta, el sentido común y la evidencia radiológica muestran que son distintos.

¿Qué falló en Fukushima?

Sencillamente falló el diseño de la central General Electric Mk1 (GEMk1), y además en forma anunciada. Entre 1972 y 1986, al menos tres popes de la Nuclear Regulatory Commission (NRC) de los Estados Unidos hablaron pestes de este modelo de planta, por sus múltiples cicaterías y ahorritos en seguridad pasiva. Uno de ellos, Harold Denton, dijo que el GEMk1 tiene un 90% de chances de “fundir núcleo” en caso de pérdida de refrigeración. En los años '60, nuestra Comisión Nacional de Energía Atómica de la Argentina (CNEA) rechazó este diseño a libro cerrado. De hecho, la GE sólo logró licenciar esta planta “at home” (hay 23 unidades en EEUU), Japón (8) y España (1).

Dicho esto, el GEMk1 es incomparablemente más seguro que el RBMK soviético accidentado en Chernobyl, sin duda la peor planta nucleoeléctrica de la historia, jamás vendida fuera de la “Cortina de Hierro”. Hay que tener hambre de rating (y una fobia proporcional a la lectura de planos) para no sacar las diferencias de un vistazo. Son enormes.

Las causas por las que en cambio sí se rompieron los reactores 1,2 y 3 de Fukushima están a la vista: en todos se paró el bombeo del circuito de refrigeración, con lo que se dispararon otros eventos en cadena: los núcleos se recalentaron hasta derretirse y el circaloy que envaina los combustibles se volvió catalítico, “crackeó” el vapor de agua y lo transformó en hidrógeno. Éste gas explotó al combinarse con oxígeno atmosférico e hizo volar como petardos los edificios externos.

Dentro de esos frágiles edificios la presión de vapor y/o las voladuras de hidrógeno parecen haber roto estructuras mucho más robustas y que se suponía invencibles. Cada edificio alberga una “contención”, una carcaza de grueso hormigón blindado que a su vez encierra otra de chapa acero, que a su vez encierra el recipiente de presión (una olla gigante de acero forjado), y ésta a su vez encierra el combustible. La contención y el recipiente son las dos barreras de seguridad pasiva redundante más importantes de toda la central, y en Fukushima –como vaticinó Harold Denton- el sistema de cajas adentro de cajas adentro de cajas falló.

¿Por qué lo hizo? Por amarratería. Para bajar costos de construcción, la contención del GEMk1 tiene la forma de una botella de Chianti, culona en la base y estrecha arriba, con un desarrollo volumétrico mucho menor que la típica esfera que envuelve los reactores de tipo PWR.

Si las cosas se ponen feas en un PWR, la geometría y la física indican que la esfera acomoda mucho más volumen de vapor a igual presión, y resiste mejor una explosión interna de hidrógeno.

Pero esto no sólo es una teoría: en 1981 “fundió núcleo” una PWR, la central estadounidense de Three Mile Island, y entre el recipiente y la contención atajaron no sólo un bruto pico de presión de vapor sino una posterior explosión de hidrógeno. El edificio externo (también más robusto), lejos de desintegrarse, no se enteró. Hubo que sellarlo herméticamente y el dueño de la central perdió como cuatro mil millones de dólares de fierros. Pero pasadas la alarma y la evacuación, los vecinos pudieron volver a sus casas sin que nadie se hubiera contaminado, o lo haya hecho desde entonces.

Dicho sea de paso, Atucha I y Embalse, las dos centrales argentinas en línea, son PWRs, de robustez y precio mucho mayores que el GEMk1, y se van acercando al término de su vida útil sin novedades.

Todo al revés

Si la refrigeración es el primer sistema de seguridad activa de una central, ¿por qué fracasó tan fácilmente en las Fukushimas 1, 2 y 3? Nuevamente, tacañerías y ninguna adecuación a condiciones locales del GEMk1.

Toda central consume cantidades prodigiosas de electricidad en refrigerarse el núcleo haciendo circular agua a través del mismo, y el bombeo se alimenta no de la producción eléctrica de la central, sino de la toda la de red eléctrica nacional o regional (tener múltiples proveedores es más seguro) .

Cuando la red eléctrica en Fukushima se cayó por el terremoto, se activaron los motores diesel de “back-up” de las tres centrales en actividad para mover sus respectivas bombas: ése es su primer mecanismo de seguridad activa. Pero el maremoto llegó al toque del sismo y arrasó los tanques de gasoil de tales motores, ubicados –increíblemen-te- al pie de la central, en su punto más bajo. Eso, en el país donde se inventó la palabra “tsunami”.

Parados los diesel por falta de combustible, sólo quedaban como fuentes eléctricas de tercera instancia unos macilentos bancos de baterías, que dieron para media hora de refrigeración de emergencia hasta agotarse… y eso era todo. Allí se terminaban los sistemas redundantes y en profundidad para garantizar el enfriamiento. Muertas las baterías, empezó la gran recalentada.

Atucha II, que tal vez se inaugure este año, además de una doble contención esférica de acero inoxidable y hormi-gón, amén de un edificio externo robusto, tiene tres generadores diesel de back-up para refrigerar el primario. Es caro, pero para que Atucha II recaliente tiene que fallar la red y además, uno tras otro, tres motores al hilo. No es imposible. Sí es muy poco probable.

Se me incendió la pileta

Fukushima tiene el dudoso honor de inaugurar otro tipo de accidente nuclear que, en este caso, parece de peor pronóstico que el derretimiento del núcleo: el incendio de los combustibles gastados, ya retirados del núcleo.

Diseñados para la reacción nuclear, los combustibles son (valga la contradicción) casi incombustibles en el sentido químico, porque están hechos de una aleación y una cerámica muy termorresistentes: el circaloy se banca 1500 grados antes de licuarse, y la cerámica 2800. Una vez que cumplieron su ciclo en el reactor, se ponen en lento enfriamiento en piletones con agua circulante, porque tanto térmica como radiológicamente están muy calientes.

Pero otra de las aberraciones de diseño del GEMk1 es que esos piletones se ubicaron adentro del edificio de la central, de modo que si hay un problema radiológico en el reactor, el piletón se vuelve inaccesible por proximidad, y viceversa. Pero no sólo está cada piletón en compañía peligrosa, sino también en el sitio más alto de cada edificio, es decir el lugar más zarandeado por los terremotos. Y ese diseño se aceptó sin chirridos en el país con mayor sismicidad del planeta, casi la patria (además) del concepto organizativo de calidad total.

Allí en lo alto, los combustibles tienen también mayores chances tienen de quedar en seco si los piletones se rajan, y es todo un lío subir con agua en caso de siniestro, máxime sin electricidad y en un ambiente radiológicamente hostil. Quedan para la historia les imágenes de helicópteros de las Fuerzas de Autodefensa del Japón tratando de embocar algo de agua en los piletones, con poco éxito porque debían volar alto por la radiación, y el viento disper-saba la descarga.

En contrapartida, en las centrales argentinas (todas en zonas poco sísmicas), los piletones están a nivel del suelo y en edificios bien apartados del reactor, donde no se compliquen en forma cruzada.

Una vez fuera total o parcialmente del agua, los combustibles de Fukushima 1,2, 3 y 4 se recalentaron, empezaron a emitir rayos gamma y X, y el circaloy al rojo se puso a “crackear” el agua remanente o la que tiraban los bombe-ros, a vomitar hidrógeno en vaharadas, y éstas a incendiarse o deflagrar. Así se llega a la originalidad absoluta de Fukushima 4: el reactor en sí estaba frío y vacío, parado en mantenimiento, pero el edificio se hizo puré igual por las explosiones y llamaradas en los piletones de su coronamiento.

A tanta berretada de diseño añádase otra de operación: los piletones estaban sobrecargados, mucho más de lo que admite su mal diseño. Y así pasó que los de los reactores 5 y 6, también parados, la semana pasada tuvieron episodios de recalentamiento del agua que le helaron el alma a más de uno. Por suerte, el estado japonés está peleando esta batalla con una seriedad mucho mayor que la que tuvo TEPCO a la hora de comprar, operar y controlar sus fierros.

Y es que en plan de ganar el Prode el lunes, para impedir el notable desastre de Fukushima, y si había que asumir los defectos de diseño de lo que compró TEPCO, alcanzaba con poco: un terraplén perimetral anti-tsunami un par de  metros más alto, o poner los generadores de emergencia arriba y los piletones a nivel de tierra. Nada muy tecnológico.

Y aquí es donde invierto 180 grados la marcha y empiezo a hablar bien de estos reactores tan baratos que los argentinos supimos NO conseguir. Y es que los voy a comparar con el verdadero cuco nuclear, el RBMK soviético.

Ingeniería de terror



La Unión Soviética, pese a sus proezas aeroespaciales y tecnológicas, vivió durante décadas de exportar crudo, como el más medioeval emirato o la república más bananera. Promediando los '70 y con el petróleo e ingresos a la baja, debió multiplicar sus exportaciones de hidrocarburos estrangulando su consumo doméstico. Y para calmar el hambre de energía de industrias y ciudades, licenció masivamente el reactor nucleoeléctrico RBMK de 1000 mega-vatios, de los que construyó 12.

Carente de recipiente de presión, desprovisto de contención, “moderado” no con agua sino con grafito incendiable, aquejado por diseño con un “coeficiente de vacío positivo” (en criollo, una hiperreactividad que te la cuento), el RBMK era el equivalente de un camión de 18 ruedas con mucho motor, varias toneladas de trinitroglicerina como carga y cero frenos. Tenía una única virtud: en dólares de 1986, se compraba por sólo 200 el kilovatio instalado (cuando Atucha I habría costado al menos 1.800 en aquel año, con la mitad de esa inversión hundida en sistemas de seguridad). Lo barato sale caro, y lo baratísimo, no hablemos.

En la madrugada del 24 de abril de 1986 la unidad 4 de la central de Chernobyl, Ucrania, en el curso de un experimento descerebrado que buscaba entender los límites de las pobres capacidades de control del RBMK, se desbocó y pasó en segundos de una potencia bajísima a miles de veces su máxima de diseño.

La deformación termomecánica del núcleo fue inmediata e impidió su enclavamiento (es decir su apagado por caida de barras absorbentes de neutrones). Junto con la potencia, la temperatura, presión y generación de hidrógeno subieron en rampa, así como el pánico entre los operadores, y en minutos nomás el vapor voló la tapa del reactor y perforó el techo. El aire entró rugiendo a las tripas del artefacto, hizo estallar el hidrógeno acumulado, y el calor encendió el grafito.

El grafito es carbono puro: arde genial. Centenares de miles de toneladas de carbono salpimentado de plutonio 239, cesio 137 y yodo 131 crepitaron libremente durante una semana, inyectaron –con toda la potencia convectiva del incendio- un total de 6,7 toneladas de materiales radioactivos en la atmósfera y mataron en pocas semanas y de enfermedad aguda de radiación a decenas de bomberos. Los humos y polvos se desparramaron libres por el conti-nente europeo en cantidades tóxicas y subtóxicas, y finalmente, ya muy diluídos, por todo el hemisferio norte, lo que en la escala INES de accidentes nucleares da el grado máximo: 7. La dosis de radiación individual promedio en la población soviética parece haber sido baja, 0,13 milisievert por gorra. Pero en lo que hoy son las repúblicas independientes de Ucrania, Belarús y Lituania las cifras fueron mucho mayores.

La historia oficial respecto del asunto, 25 años después, le sigue echando la culpa a los operadores: el camionero estaba borracho. Sí, claro, como una cuba, pero el camión cargaba explosivos y no tenía frenos. Digamos mejor que en 25 años nadie se atrevió a decirle a los rusos que cierren de una vez los 11 RBMK que heredaron de la Unión Soviética. Y es que paga más hacerse el burro que darle órdenes a quien no obedece sugerencias extranjeras, y los rusos no lo hacen desde épocas del zar Pedro el Grande.

Todavía se discute la cantidad de muertos a lo largo de tantos kilómetros y años: ¿habrán sido 40.000, como predijo Valeri Legasov, el mayor experto soviético en radioprotección, antes de suicidarse en 1988? ¿O 9.000, como sugieren un cuarto de siglo más tarde arduos cruzamientos estadísticos del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), El Comité de las Naciones Unidas para los Efectos de la Radiación (UNSCEAR) y las repúblicas de Belarús, Lituania, Ucrania y la Federación Rusa? Como sea, durante toda la primer semana del accidente, el perio-dismo más “naif” y/o amarillento del planeta anunció Chernobyles en Fukushima, sin mayor idea de las diferencias de ingeniería y materiales, o de emisión de gases y polvos.

Vulneradas como parecen las contenciones y recipientes de presión en Fukushima, parecen haber impedido un desparrame masivo de radionucleídos en los reactores 1,2 y 3, que funcionaban a plena potencia y se enclavaron automáticmente cuando registraron el terremoto. En Chernobyl no existían tales defensas pasivas, el sistema de enclavamiento no tenía modo de sobreponerse a una rampa de potencia, y el reactor era volátil por diseño. Y si se trata de llevar contaminantes a distancia, los intermitentes fogonazos de hidrógeno de Fukushima no tienen, por suerte, la potencia térmica de un vasto fuego de grafito debajo, como el que garantiza un RBMK.

Confundir Atucha con Fukushima o Fukushima con Chernobyl evidencia estupidez técnica o astucia política, según quién hable. Pero es mal periodismo.

Venta de terror al paso



En la semana inicial del desastre, hubo mucho vacío de información real: la OIEA y el gobierno japonés hablaban con medio día de retraso sobre una situación que cambiaba en horas, y TEPCO, la corporación dueña de Fukushima, ha perfeccionado durante décadas el mutismo y las malas prácticas. No iba a volverse de pronto la gran comunica-dora, y no lo hizo.

La Unión Europea vio entonces servido el negocio de pegarle en simultánea a japoneses y americanos (sus compe-tidores más poderosos en el mercado de centrales nucleares). De modo que la Autoridad Regulatoria Europea describió lo de Fukushima como “apocalíptico”, y le otorgó un grado 6 en la escala INES. Eso es un punto menos que Chernobyl, y conceptualmente, una mentira.

Ante la falta de una primera línea científica creíble, a los medios la truculencia se les hizo negocio de rating y compitieron por decir la gansada más grande. Hoy los mismos tipos que vaticinaban un tendal de muertos por irradiación informan, sin sonrojarse, que si uno tomara durante todo un año leche contaminada con cesio 137 del reactor, proveniente de la vecina municipalidad de Kawamata, absorbería la misma dosis de radiación que un paciente que se hace una tomografía de tórax.

Europa jugará un tiempo a parar la pelota atómica, pero en verdad es la dueña de la misma: tiene la mayor empresa de ingeniería nuclear del mundo (Areva), nada de hidrocarburos y pocas ganas de batirse militarmente para asegu-rárselos. Habrá gran gritería de ecologistas, Alemania cerrará algunas centrales (y comprará electricidad nuclear francesa), pero nadie quiere apagones, y hay un planeta entero dispuesto a comprar buena tecnología.

Estados Unidos, en contrapartida, dejó que su industria nuclear se detuviera en los '70 debido a sus sobrecostos, y en parte por ello hoy se volvió titular ya demasiados frentes de guerra en países petroleros, así como del peor derrame de crudo de la historia, cortesía de la British Petroleum. También tiene 23 reactores GEMk1 en territorio propio cuya licencia deberá repensar bastante, invendibles de aquí en más.  Oriente todo, con China y Japón a la cabeza, seguirán MUY nucleares como mal menor, porque la opción es más efecto invernadero y a costos humanos y sanitarios mucho peores. O apagones, porque no hay excedentes de electricidad para comprarle al vecino.

En medio del tsunami y en el país más preparado del mundo para ello, ciudades enteras de la costa noroccidental de la isla de Honshu entraron en estado plástico: pendiente arriba por las calles rugían negros Niágaras salados, mientras los barcos encallaban en azoteas y los edificios, arrancados, se embestían entre sí al garete o naufraga-ban. Así murieron tal vez 30.000 personas por causas resueltamente no radiológicas. La cifra final tardará en saberse.

Con por ahora un grado 5 en la escala INES, el accidente nuclear de Fukushima es un hecho tremendo, pero mucho menos que los hechos naturales en sí. Sin embargo, se robó los titulares. De mala ingeniería no habla nadie, como si todos los reactores fueran iguales. Insultando la inteligencia del público, toda vez que los noticieros vuelven con noticias sobre ahogados o aplastados, mandan imágenes enlatadas –y ya muy fiambres- no del terremoto o del tsunami, sino de la planta nucleoléctrica.

Con mucha peor leche que la de Kawamata, ya se está aprovechando el terror nuclear “made in Japan” para atacar al programa nuclear argentino, justo cuando se atreverá a inaugurar Atucha II, completada sin auxilio europeo, cuando nuestro país domina el mercado mundial de pequeños reactores para fabricar radioisótopos médicos, y cuando empieza a construir su primera central nucleoeléctrica 100% argentina, el CAREM.

La Argentina se vuelve marginalmente incómoda y competidora. En nombre del más puro y desinteresado ecologis-mo, le va a dar de patadas por querer arrimarse al área rival. Pero con 60 años de experiencia nuclear bastante impecable, era hora de que nuestro país cruzara de una vez el mediocampo.

Lo está haciendo.



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