James Lovelock es probablemente el principal ecologista del planeta. Es ambientalista indepen-diente, investigador científico, doctor Honoris Causa de varias universidades de todo el mundo, considerado desde hace décadas como uno de los fundadores del movimiento ecologista mundial en los 60; es uno de los principales líderes ideológicos, si no el principal, en la historia del desarrollo de la conciencia ambiental. James Lovelock es aún hoy uno de los principales autores en el campo ambiental. Es el autor de "La Teoría Gaia", y "Las eras de Gaia", que consideran al planeta Tierra como un ser viviente auto-regulado. También es autor de "Gaia, una nueva mirada a la vida en la Tierra".
James Lovelock ha escrito un prefacio al libro "Environmentalists for Nuclear Energy", escrito por otro conocido especialista y activista en el campo ambiental, Bruno Comby, que dirige el EPEN. El EPEN ha estado creciendo sostenidamente, incorporando ecologistas de todo el mundo, que van comprendiendo la importancia de la energía nuclear limpia para proteger nuestro ambiente. James Lovelock siempre apoyó la energía nuclear civil limpia, pero se ha decidido ahora a hablar abiertamente en favor de ella.
Se Transcribe a continuación el prefacio completo del libro de Bruno Comby:
Pasé mi niñez en el campo inglés, hace más de 70 años, donde vivía una vida simple, sin teléfonos ni electricidad. Todavía los caballos eran una fuente común de energía, y apenas podíamos imaginar la radio y la televisión. Una cosa que recuerdo bien era qué supersticiosos éramos todos, y que tangible era el concepto de "mal". Hombres y mujeres por otro lado inteligentes, temerosamente evitaban los lugares que se decían hechizados, y preferían sufrir inconvenientes antes que viajar un viernes 13. Sus miedos irracionales se alimentaban de la ignorancia, y eran bastante comunes. No puedo evitar pensar que persisten, pero ahora esos miedos se refieren a los productos de la ciencia. Esto es particularmente cierto de las plantas nucleoeléctricas, que parecen revolver los espantos que se sentían en el pasado acerca de cementerios bañados por la luna, que se pensaban infestados con hombres-lobo y vampiros.
El miedo a la energía nuclear es comprensible a través de su asociación mental con los horrores de la guerra nuclear, pero es injustificado; las centrales nucleares no son bombas. Lo que inicial-mente fue una preocupación apropiada por la seguridad, se ha convertido en una ansiedad casi patológica, y gran parte de la culpa la tienen los noticieros, la televisión, la industria del cine y los escritores de ficción. Todos ellos han usado al miedo a lo nuclear como soporte confiable para vender sus productos. Ellos, y los desinformadores políticos, que buscan desacreditar a la indus-tria nuclear como enemigo potencial, han sido tan exitosos en aterrorizar al público, que ahora es imposible en muchos países proponer una nueva central nuclear.
Ninguna fuente de energía es completamente segura; incluso las granjas eólicas no están exentas de accidentes fatales, y el excelente libro de Bruno Comby hace un balance realista y equilibrado de los grandes beneficios y los pequeños riesgos de la energía nuclear. Concuerdo sin reservas con él, y quiero resaltar que los peligros de continuar quemando combustibles fósiles (petróleo, gas, carbón) como nuestra principal fuente de energía, son mucho más grandes y amenazan no sólo a individuos, sino a la civilización misma. Gran parte del primer mundo se comporta como un fumador crónico: estamos tan acostumbrados a quemar combustibles fósiles para satisfacer nuestras necesidades, que ignoramos sus insidiosos riesgos de largo plazo.
Contaminar la atmósfera con dióxido de carbono y otros gases de efecto invernadero no tiene consecuencias inmediatas, pero la contaminación continua lleva a cambios climáticos cuyos efectos sólo aparecen cuando es prácticamente demasiado tarde para remediarlos. El dióxido de carbono envenena el ambiente tanto como la sal puede envenenarnos a nosotros. No hay daño en una ingestión modesta, pero una dieta diaria con demasiada sal, puede causar que se acumule una cantidad letal en el cuerpo.
Necesitamos distinguir entre las cosas que son directamente dañinas para la gente, y las cosas que dañan indirectamente, al perjudicar a nuestro hábitat, la Tierra.
La peste bubónica en la Edad Media fue directamente dañina, causando agonías personales inmensas, y mató al treinta por ciento de los europeos, pero fue una amenaza pequeña a la civilización, y sin consecuencias para la Tierra misma. El quemado de combustibles fósiles y la conversión de ecosistemas naturales a tierra de cultivo, no causan un daño inmediato a la gente, pero lentamente deterioran la capacidad de la Tierra de auto-regularse y sostenerse, como ha hecho siempre, como un planeta apto para la vida. Aunque nada de lo que hagamos eliminará la vida en la Tierra, podríamos cambiar el medio ambiente a un punto en el que la civilización esté amenazada.
En algún punto de este o el próximo siglo, es posible que veamos que esto ocurre, a causa del cambio climático, y el elevamiento del nivel del mar. Si continuamos quemando combustibles fósiles al ritmo actual, o a un ritmo mayor, es probable que queden inundadas todas las ciudades del mundo que hoy están a nivel del mar. Trate de imaginar las consecuencias sociales de cientos de millones de refugiados sin casa, buscando tierra firme en la cual vivir. En el tumulto, ellos podrían mirar al pasado y preguntarse cómo los humanos han sido tan tontos como para producir tanta miseria para ellos mismos, por el quemado inconsciente de combustibles fósiles. Ellos podrían entonces reflexionar con arrepentimiento, en que podrían haber evitado sus miserias mediante el beneficio seguro de la energía nuclear.
La energía nuclear, aunque potencialmente dañina para la gente, es un riesgo despreciable para el planeta. Los ecosistemas naturales pueden soportar niveles de radiación continua que serían intolerables en una ciudad. La tierra alrededor de la siniestrada central eléctrica de Chernobyl fue evacuada a raíz de que la alta intensidad de radiación la hizo insegura para la gente, pero esta tierra radioactiva es ahora rica en vida salvaje, mucho más que las áreas pobladas vecinas. A las cenizas de la energía nuclear, la llamamos "residuos nucleares", y nos preocupamos por su dispo-sición segura. Me pregunto si en lugar de eso, deberíamos usarlos como un guardián incorruptible de los lugares hermosos de la Tierra. ¿Quién cortaría un bosque en el que se construyó un depósi-to de desechos nucleares?
Tal es el nivel de ansiedad nuclear que hay incluso científicos que olvidan la historia radioactiva de nuestro planeta. Esta prácticamente comprobado que ocurrió un evento supernova en un tiempo y espacio cercanos a los del origen de nuestro sistema solar. Una supernova es la explosión de una estrella grande. Los astrofísicos especulan que este destino puede aguardarle a estrellas tres ve-ces más grandes que el Sol. A medida que la estrella quema -por fusión nuclear- sus reservas de hidrógeno y helio, las "cenizas del fuego" se acumulan en el centro, en la forma de elementos más pesados tales como hierro y silicio. Si este núcleo de elementos muertos, que ya no son capaces de generar calor y presión, excede en mucho la masa de nuestro propio sol, entonces la fuerza inexorable de su propio peso causará su colapso, en segundos, a un cuerpo no mayor que 30 kilómetros de diámetro, pero todavía tan pesado como una estrella. Tenemos aquí, en la agonía de una gran estrella, todos los ingredientes para una vasta explosión nuclear. Una supernova, en su pico, produce cantidades extraordinarias de calor, luz y radiación dura, aproximadamente tanta como el total producido por todas las otras estrellas en la misma galaxia.
Las explosiones nunca son cien por ciento eficientes. Cuando una estrella finaliza como superno-va, el material nuclear explosivo, que incluye uranio y plutonio, junto con grandes cantidades de hierro y otros elementos resultantes, se dispersan en el espacio, como hace la nube de polvo en el ensayo de una bomba de hidrógeno.
Quizá lo más extraño referente a la Tierra, es que se formó con los "grumos" de la precipitación radioactiva de una bomba nuclear del tamaño de una estrella. Esta es la razón por la que todavía hay suficiente uranio en la corteza terrestre como para reconstituir el evento original a una escala minúscula.
No hay otra explicación creíble de la gran cantidad de elementos inestables todavía presentes. El contador Geiger más primitivo y antiguo indicará que vivimos bajo la precipitación radioactiva de una vasta y antigua explosión nuclear. Dentro de nuestros cuerpos, alrededor de un millón de átomos, convertidos en inestables en ese evento, todavía "explotan" cada minuto, liberando una minúscula fracción de la energía almacenada de aquella feroz llamarada de hace tanto tiempo.
La vida comenzó hace casi cuatro mil millones de años, bajo condiciones de radioactividad mucho más intensa que las que problematizan las mentes de ciertos ecologistas de hoy día. Más aún, no había ni oxígeno ni ozono en el aire, de manera que la feroz radiación ultravioleta, sin filtro, irradiaba la superficie de la tierra. Necesitamos recordar siempre que estas feroces energías inundaron el mismo seno de la vida.
Espero que no sea demasiado tarde para que el mundo emule a Francia, y haga de la energía nuclear nuestra principal fuente de energía. Actualmente no hay otro substituto seguro, práctico y económico para la peligrosa práctica de quemar carbón.
James Lovelock
Comentario de FAEC: Lovelock, con su teoría Gaia, cae en el error del “animismo”, filosofía que tiende a conferirle vida, emociones y reacciones a objetos; la Tierra tiene así un “alma”, un “espíritu”, una vida propia. Pero el trabajo científico de Lovelock tiene valor por cuenta propia que no puede ser ignorado, aparte de su creencia religiosa en un ser sobrenatural llamado Gaia, diosa de la Naturaleza.
En su prefacio al libro de Bruno Comby, hay un párrafo que merece un comentario más detallado, porque creemos hay un error de concepto, y la comparación hecha con la sal no es válida, y si tiende a confundir a la gente. Se trata de la siguiente afirmación:
“El dióxido de carbono envenena el ambiente tanto como la sal puede envenenarnos a nosotros. No hay daño en una ingestión modesta, pero una dieta diaria con dema-siada sal, puede causar que se acumule una cantidad letal en el cuerpo.”
Vamos a dar por supuesto que la sal es también un alimento imprescindible para la vida humana. Tiene razón Lovelock al decir que un exceso puede causarnos problemas de salud (hipertensión y otros males, por uso crónico elevado, toxicidad aguda por una gran ingesta en corto tiempo). La ciencia ha determinado con bastante precisión los niveles a los cuales la sal deja de ser un com-puesto esencial y benéfico para transformarme en un peligro a futuro. Se llama Dosis. Toda sus-tancia o radiación o elemento, o lo que se le ocurra, tiene un límite entre lo benéfico y lo perjudi-cial. Es el Axioma de Oro de la toxicología: "La dosis es el veneno".
Manteniéndonos alejados de esos niveles elevados nos evitará problemas. Entonces, ¿Cuáles son los niveles de dióxido de carbono que han resultado ser perjudiciales para la salud del planeta Tierra? Los estudios paleoclimáticos y la paleogeología nos han dado una serie muy grande de datos sobre las condiciones climáticas de la Tierra y la composición química de su atmósfera que hoy nadie pone en duda.
Vemos así que la Tierra ha tenido en épocas no muy remotas (a escala geológica) concentracio-nes de dióxido de carbono que variaron entre las 2600 y 6000 partes por millón en volumen (ppmv), mientras que la temperatura media global de “Gaia” era de unos 17º C, es decir apenas 2º C más alta que ahora. La época se llama “período Cretácico”, de manera aproximada entre los 120 millones y 65 millones de años antes que ahora, época abundante en vida vegetal capaz de proveer alimentos a las descomunales bestias que llamamos “dinosaurios”, que a su vez eran alimento de sus depredadores carniceros. Mucho CO2 significaba mucho alimento para la vege-tación. El CO2 no es un veneno ni un contaminante: es el alimento imprescindible para la vida sobre este cascote de tierra que vaga por el espacio.
Cualquiera con un dejo de lucidez puede darse cuenta de que estas cifras no hablan muy bien de la relación “efecto invernadero” y “dióxido de carbono”. Sobre todo cuando los científicos han determinado que la cuota de responsabilidad del dióxido de carbono en el “efecto invernadero” es apenas de entre un 3 y un 5%, siendo el vapor de agua el casi exclusivo responsable de man-tener a nuestro planeta confortablemente calentito.
Peor le va a la responsabilidad que tiene el hombre en el tema “calentamiento” del planeta, por-que como las actividades humanas aportan a la atmósfera apenas un 5% del dióxido de carbono que se produce anualmente en el mundo (Mamá Gaia fabrica el otro 95% del CO2), el hombre colabora con el calentamiento global con un miserable 0,17 al 0,25%.
Usando la poca lucidez que nos va quedando, podemos ver algunas cosas más: que se profetiza una duplicación de las concentraciones de CO2 en la atmósfera para el año 2100, lo que nos lle-varía a las 740 ppmv. Como ya sabemos que cuando habían entre 2600 y 6000 ppmv la tempe-ratura era apenas 2º C más alta que hoy, no nos parece que esas 740 ppmv vayan a causar demasiado calentamiento. Para peor de males (para el IPCC, los “calentadores” y el razona-miento de Lovelock) es que esos 2º C más caliente que en la actualidad se registraron – como todos ustedes ya lo saben, pero es bueno recordarlo - entre los muy recientes años 800 y 1250 de nuestra Era Cristiana, en el antiguamente llamado “Pequeño Óptimo Climático”, hoy negado por Mann y sus muchachos “et al.”, del Palo de Hockey.
Pero la última duda que nos queda es si realmente reducir un 30% las emisiones humanas de CO2 contribuirá a detener un “calentamiento” que no ha dado muestras de ser catastrófico, ni siquiera algo dañino, o tan sólo ligeramente perjudicial, o apenas “molesto”. Reducir un 30% el 0,17% de las emisiones humanas llevaría el aporte humano a 0,051%. ¿Alguien con un dedo de frente y por lo menos tres neuronas funcionando puede creer que una reducción anual de 0,119% en el ingreso total de CO2 a la atmósfera puede “detener”, o “frenar”, o siquiera hacer una ligera muesca en un calentamiento que no tiene su origen en el aumento del CO2 sino en la variabilidad del Sol?
Hemos visto que el calentamiento observado se correlaciona muy ajustadamente con las variaciones en lo ciclos solares y la escasa actividad volcánica del Siglo 20;
Se está comprobando que las predicciones matemáticas de los astrofísicos indican que la actividad del Sol está menguando rápidamente y que para el año 2030 se registrará un Doble Mínimo Gleissberg (similar al Double Maunder y al Doble Spoerer), y que por ello caeremos otra vez a una nueva Pequeña Edad de Hielo, y
No habrá cantidad de CO2 en el mundo ni aumento en la extracción y agotamiento del petróleo que nos salve del frío, aunque si se desarrollan y se construyen más centrales nucleares se podrá disponer de la energía necesaria para calentar a los países del Hemisferio Norte que serán más afectados por el fenómeno que los del Hemisferio Sur.
Eduardo Ferreyra
Presidente de FAEC.
Malagueño, Córdoba,
25 de mayo, 2004.
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