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El periodismo es un negocio como cualquier otro. Los editores, jefes de redacción y redactores no trabajan gratis. Quien crea que el periodismo es un "sacerdocio" con una "misión sagrada", encontrará mejor lugar en un convento, aunque verá que allí muy pocos (honrosísimas excepciones) trabajan gratis. Las excepciones a esta regla de oro están mayormente vivendo y trabajando en las selvas de todo el mundo, misioneros que he conocido y a quienes dedico sinceramente el pobre resultado de mi obra.
Los editores y redactores de la extinta Siete Días no eran, por supuesto, excepciones. Para mantener la venta y circulación de su producto recurrían --como el resto del periodismo mundial-- a sensacionalismos, exageraciones e flagrantes invenciones de sucesos que jamás ocurrieron. Un ejemplo de esto es el motivo para la existencia de este sitio de la web: exponer las exageraciones y falsedades que plagan el campo de la ecología, recogidas por la prensa y los medios de comunicación con dos motivos: promover una agenda política --el ultra-ecologismo-- y la oportunidad de mantener su nivel de sensacionalismo que hará engrosar sus cuentas bancarias. ¿Sacerdocio? ¿Misión Sagrada? Hmmmm...
El artículo que escribí para Siete Días era más extenso, y fue podado sin piedad. Las relaciones entre los gobiernos de Argentina y Brasil pasaban por un momento en que no era conveniente hacer mención a nada que fuese favorable a Brasil. El gobierno militar de la nación hermana era visto como una amenaza por el gobierno Argentino. Así se eliminó toda referencia a la desinteresada actividad de los estudiantes de las universidades brasileñas --encuadrados dentro del famoso "Proyecto Rondón", donde miles de estudiantes pasaban los meses de vacaciones trabajando, sin remuneración alguna, en los dispensarios, hospitales, centros de agronomía y de salud esparcidos por las más remotas regiones del país, y cuyos únicos beneficiarios eran sus pobladores, azotados por la miseria, el hambre y las enfermedades. Yo sugería que, si el gobierno Argentino quería terminar con las protestas, disturbios ymalestar estudiantiles (que habían llevado a tantos a incorporarse a las fuerzas subversivas de Montoneros y ERP), tenían que darle a los estudiantes una misión que ocupara sus mentes y les hiciera ver otra realidad diferente a la de las ciudades. Quien observa que su vida tiene un sentido, que su trabajo es de mucha utilidad, que los resultados se ven de inmediato, no puede abrazar jamás una causa nihilista y enfermiza.
Por eso, Siete Días resumió mi relato sobre los estudiantes brasileños con un escueto: "Al contemplarlos, me preguntaba qué es lo que impulsa a estos jóvenes a pasar los meses de sus vacaciones en tierras tan alejadas de la civilización y sin obtener retribución alguna por sus servicios. No interesa, lo principal es que hacen una obra de bien ...". Sigo pensando que sería de gran utilidad que en Argentina se implementase un plan similar, pero con la calidad y el grado de corrupción de nuestros gobernantes, esto es una posibilidad muy, pero muy remota. Tampoco funcionaría, porque muy poco del dinero que se destinara al programa llegaría a destino. La mayor parte recalaría en cuentas de bancos Suizos.
En Seringal Belém me hacen decir: Las "imágenes piadosas" -que yo me imaginaba como voluptuosos íconos rusos..." Si existe alguna cosa en el mundo que no puede ser catalogada como "voluptuosa" son precisamente los íconos Rusos, imágenes del más puro ascetismo concebible. En fin...
Cuando de noche encallamos en un banco de arena, Siete Días agrega: "tanto peligro no parece asustar a Djalma, quien luego de una extensa disertación sobre ofidios y reptiles mortíferos se sumerge en el agua y nos saca del montículo. ". Pobre Djalma!. Aunque sabía mucho sobre selva, ofidios y animales, jamás abrió su boca para disertar sobre nada. Era hombre de muy pocas palabras.
Hacia el final, aparece lo siguiente: "No sé cuánto tiempo habrá trascurrido, pero de pronto me despiertan tremendos alaridos. Todavía en otra dimensión, cruzan por mi mente las historias de los viajeros sorprendidos durante el sueño y masacrados salvajemente por los indios: ya me veía, efectivamente, sentado en la enorme olla con agua hirviendo y negros bailando alrededor." No hay demasiado que pueda decir en mi defensa, pero el lector se habrá imaginado que es muy difícil ligar a los indios amazónicos con los caníbales del África, esos que "bailan alrededor de la olla de agua hirviendo". Que hubo ataques de algunas tribus indígenas --como los Atroarís, muy al norte de Manaus, o de los Motilones, en Colombia, o los Huaoranis (o aucas) del Ecuador--.sobre campamentos de mineros, seringueros, exploradores, buscadores de oro y esmeraldas, etc, es algo innegable, y los seguirá habiendo mientras haya gente que ingrese a territorio peligroso sin tomar las precauciones necesarias.
El episodio del Igarapé Chimbaúba ocurrió, sin embargo, pero fue mucho menos dramático de lo que aparece escrito por Siete Días. Nos habían dado hospedaje en un "regatao" pequeño, lleno de bolsas y canastas de castañas, pirarucú seco y pieles de nutria, y el que gemía (y no a los alaridos) era el pequeño grumete del barquito, que se golpeaba dormido, para defenderse de los "carapanás". Guaranys y Djalma estaban protegidos por el potente repelente que la Fuerza Aérea les provee, el famoso DEET, usado extensamente en Vietnam, y que venía en pequeños aerosoles, directamente del US Army en una concentración del 85% de materia activa. Una bomba!. Pero el mosquitero de nylon de mi "hamaca de selva" estaba tan cubierto de mosquitos, que cuando desperté por los gemidos del grumete, no pude ver la luz del farolito de kerosene del "regatao". Los "carapanás" formaban una pared sólida que impedía el paso de la luz.
Por suerte para todos, esos eran los años de intenso uso del DDT en el Amazonas, y aunque los mosqui-tos eran todavía abundantes, no habían portadores del plasmodio de la malaria, o si los hubo, no nos picó ninguno. En los seis meses que pasé en el Amazonas (en 1971) no vi a ninguna persona sufriendo de un ataque de malaria. En los años posteriores, el asunto se revirtió, y ahora el paludismo es cosa normal.
Por último, cuando se nos "pinchó" el bote de goma, Guaranys no se cayó al agua; sólo perdió un instante el equilibrio pero se tomó de mi brazo y lo ayudé a recuperar su postura normal. Tampoco se hundió el bote: alcanzamos a llegar a la orilla y desembarcamos para hacer las reparaciones. Si se hubiere hundido, no hay manera de "remolcar a nado" un bote con toda la carga que llevaba, sólo el peso del motor lo habría hecho imposible. En fin, cosas del "sacerdocio periodístico"...
Expedición Amazonas-Orinoco 1971
En Enero de 1971, Eduardo Ferreyra comenzó el descenso del Río Amazonas, partiendo desde la ciudad de Iquitos, en el Amazonas Peruano, con la intención de llegar a Manaos, Brasil y, desde allí, remontar el Río Negro hasta la desembocadura del Casiquiare. Subiendo por este extraño brazo del Río Orinoco, intentaría llegar al Orinoco mismo y descender luego hasta Ciudad Bolívar, donde teóricamente terminaría la expedición.
Por supuesto, no fue suficiente el entusiasmo o la fe en sus propias fuerzas. El dinero se acabó muy rápidamente y el bote de goma, un Hutchinson de 3,60m de largo no soportó el esfuerzo, y llegando a Manaos, se declaró vencido. La viga central de madera y sus refuerzos de acero inoxidable estaban demasiado resentidos como para resistir el resto del viaje. Sin embargo, el trayecto recorrido en 30 días se constituyó en una experiencia valiosa e inolvidable.
A su regreso a Argentina, Ferreyra escribió un artículo para la revista SIETE DÍAS, hoy ausente del mercado periodístico, que fue publicado el 21 de Julio de 1971. Aquí se reproducen las fotografías del artículo, y el texto del mismo -aunque será necesario ir haciendo notar las inexactitudes que los redactores introdujeron al texto, intentando darle un carácter más sensacionalista. Para ello, los textos destacados en color verde serán comentados al final.
EN LAS ENTRAÑAS DEL AMAZONAS
DE CANADIENSES, JIBAROS y YAGUAS
Los días previos a la partida se sucedieron tan ver-tiginosamente que cuando quise acordarme ya estaba navegando en medio del misterioso, aluci-nante silencio de la selva amazónica. Frente a mi estaba Jack Maluga, un estudiante canadiense que había conocido en el puerto de Iquitos y que me pidió que lo alcanzara hasta la ciudad colombiana de Leticia, aproximadamente a 420 kilómetros de allí. Con él vivimos tres días que seguramente no olvi-daremos jamás: nuestra estadía entre los indios jíbaros, los legendarios reducidores de cabezas y los yaguas.
Nuestro primer contacto con los indígenas lo brindó el gran Mukuyungo, el jefe de los jíbaros, quien fue casualmente la primera persona que divisamos al amarrar frente a la aldea. Como pudimos compro-barlo más tarde, el curaka (cacique) se ha converti-do en una suerte de dios de la sabiduría y su fama ha trascendido los limites de su tribu: es que el ro-busto guerrero ha viajado hasta un lugar tan remoto como Buenos Aires donde fue presentado en dos oportunidades en un programa de televisión sabatino y conoce de cerca las increíbles aldeas en que vive el hombre blanco. (sigue al lado --->)
Pero, a pesar de las maravillas de la civilización, los jíbaros se muestran deseosos de alejarse lo más posible de ella. Añoran las tierras del Alto Pastazas desde donde fueron traídos al río por una compañía de turismo, una región en que la caza era abundante, los mosquitos escasos y el hombre blanco por fortuna poco conocido. Ellos aún creen que serán trasportados nuevamente a las tierras altas, que dejarán de ser mirados con asombro por preocupadas señoras de la metro- poli y no serán más considerados como una atracción turística. Eso es, por lo menos, lo que le han prometido las autoridades... Nos alejamos de la tribu de Mukuyungo impresionados por la mi-seria de sus chozas, los andrajos con que visten los aborígenes, y la enorme tragedia de su desarraigo.
Los yaguas, en cambio, son muy diferentes: ellos se ríen sin pausa, con una risa franca, alegre y simple. Hablan y ríen, piden algo, comentan entre ellos y ríen. Los hombres visten grandes faldas y monumentales sombreros de raffia, lo que amén de su risa, de por sí contagiosa por momentos los vuelve increíblemente cómicos.
Pasan casi todo el día cazando con sus cerbata-nas y recolectando los frutos de sus plantíos. Son tranquilos y francos; al contrario de los jíbaros, son amables y charlatanes. Quizás por esa mis-ma razón, la mano del hombre blanco los ha tocado más de cerca: los yaguas piden insisten-temente aguardiente y marihuana. La entrevista es filmada y grabada: cuando les hago escuchar la cinta magnetofónica se arremolinan a mi alre-dedor, estallando en carcajadas cuando recono-cen la voz de algún conocido y quedándose un tanto intrigados cuando perciben la propia.
Cerca de las ocho de la mañana continuamos el viaje. Pasamos el control militar de Pijuayal y enfilamos derecho rumbo a Leticia. Igual que en días anteriores, el recorrido continúa en medio de soles abrasadores y chaparrones sofocantes. En Leticia me despido de Jack y continúo río abajo hasta Tabatinga, asiento de la Séptima Compa-nhía de Fronteira do Solimoes (Solimoes es el nombre con que en la zona conocen al Río Ama-zonas), donde debo reunirme con dos enviados del gobierno brasileño que me acompañarán y servirán de intérpretes.
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Arriba: una familia de Yaguas, grupo indígena que habita en la región del Alto Amazonas del Perú. Los atuen-dos de fibras vegetales usados por los hombres son vistosos, mientras que las mujeres usan cortas minifal-das de tela roja, costumbre introdu-cida hace pocas décadas por los misioneros.
Izquierda: pescadores ribereños de la región de Tabatinga, Brasil, po-blado a 800 metros de la frontera con Colombia, lindando con Leticia, único gran poblado colombiano al borde del Río Amazonas. En esa región, el río es conocido por los Brasileños como Río Solimoes.
COMIENZO A COMPROBAR CIERTAS COSAS
El día de nuestra partida se presenta magnífico, con un sol resplandeciente y el cielo totalmente despejado. Al poco rato, siento que las manos me comienzan a arder. He sufrido una terrible quemadura en el trayecto hacia Tabatinga: mis brazos están enormemente hinchados y la piel se desprende en grandes trozos, dejando al des-cubierto parches de carne viva que no tardan en ampollarse nuevamente. El dolor es tremendo. Tengo que ponerme guantes de cuero y la cam-pera impermeable de lona; una vestimenta que se vuelve insoportable por el calor reinante y que me obliga a mojarme con agua del río a cada instante.
Cuando cae la tarde llegamos a Seringal Belem. Una pequeña aldea al borde del Igarapé Preto (Arroyo Negro). Todo lo que hay allí es la iglesia y la escuela, además de unas cuantas casas en que viven unos 300 indios Ticunas. Yo ansiaba el momento de llegar aquí: el periodista francés Lucien Bodard había señalado en su libro "Massacre des Indiennes" que aquí se cometían todo tipo de crímenes y vejámenes contra los indios Ticunas. Mi propósito era comprobarlo. Antes que nada, volví a leer algunos párrafos del libro de Bodard: "... al abrigo de las crecidas de 20 metros se levanta la bella propiedad de los señores Leandro y Jordán Souza Aires de Almei-da, Leandro, el padre, y su hijo Jordán, viven en una gran casa que tiene galpones llenos de cor-teza de árboles, pieles de animales, imágenes piadosas y una Jaula para castigar a los indíge-nas desobedientes". (sigue, a la derecha --->)
En realidad, no vi nada que se asemejara a este cuadro. Sólo encontré una miserable construcción de tablones podridos, piso de corteza y techo de hojas de palmeras. Las "imágenes piadosas" - que yo me imaginaba como voluptuosos íconos rusos - se limitaban a un descolorido aImanaque y un viejo cuadro colgado en la pared más grande de la sala-cocina-comedor. Y en cuanto a la jaula de hierro donde los indios padecerían increíbles torturas, es cierto, allí estaba... Sólo que no era de hierro, sino de caña y tejido de alambre, y en vez de cuerpos desfigurados había allí un cente-nar de simpáticos monitos barrigudinhos, que - según se nos explicó - serían vendidos en Leticia.
Hemos tenido una infinidad de problemas que han ido retrasando nuestro programa y estamos bas-tante malhumorados. Mientras nos dejamos llevar por la corriente, notamos una cantidad cada vez mayor de juncos, señal de que se avecina un banco de arena. Tratamos de evitarlo, pero ya es tarde: un violento sacudón nos dice que hemos encallado. La tarea ahora no es muy sencilla, ya que en una zona como ésta, llena de camalotes, siempre está la posibilidad - nada deseable - de encontrarse con una "tarariraboia", la terrible serpiente de agua cuyo veneno es tan fulminante como el de la "surucucú" que abunda en la selva. Este ofidio acuático, con un tamaño que oscila entre los dos y los cuatro metros de largo, es, junto con la cobra de la India, la víbora más venenosa que se conoce.
Sin embargo, tanto peligro no parece asustar a Djalma, quien luego de una extensa disertación sobre ofidios y reptiles mortíferos se sumerge en el agua y nos saca del montículo. Por fin, luego de navegar por más de tres horas en absoluta oscuridad, advertimos una tenue luz en la orilla izquierda y hacia allí nos dirigimos esperanzados. Encontramos un fondeadero de canoas y desem-barcamos de prisa. No deseamos incomodar a los moradores del tapirí (choza), quienes nos creen penados fugados de Colombia, y luego de colgar las hamacas preparamos la cena por nuestra cuenta.
Por la mañana llueve con una violencia como nunca hubiera imaginado; la choza que nos cobija es de una miseria inconcebible: el mayor lujo que contiene es, seguramente, un par de clavitos de hierro de donde cuelgan las infaltables estampitas re ligiosas. Cuando nos disponemos a partir, el dueño de casa corre hacia Guaranys y le susurra algo al oído. Así nos enteramos de que su hijo mayor ha sido picado por una jararaca varios días atrás y que no se habían animado a decirnos nada por temor a que les cobráramos los medicamen-tos: no tenían nada con qué pagarnos. Sin pérdida de tiempo le inyectamos al muchacho varias am-pollas de suero antiofídico en la pierna. La víbora le había mordido en dos oportunidades en el muslo, y de acuerdo con la marca dejada por los colmillos, debía haber sido algo descomunal. Según el padre, era una serpiente de tres metros de longitud y su grosor superaba el de una botella de cerveza... (<--- sigue abajo, a la izquierda)
Evidentemente, el animal debió haber picado a otro con anterioridad y gastado así la mayor parte de sus reservas de veneno; de otra forma, el joven no hubiera resistido más de unas horas. Antes de irnos, prometemos enviar un mensaje por radio a Manaos para que se envíe el avión anfibio a recoger al muchacho y llevarlo al hos-pital, donde le salvarán la pierna - ya paralizada por la gangrena - y la vida.
ENTRE VENDEDORES AMBULANTES Y TIBURONES
El regatao es toda una institución en el Amazo-nas. Se puede afirmar, incluso, que la coloniza-ción de las zonas más inhóspitas ha sido posible gracias a esta legión de barquichuelos cargados de mercancías, que proveen a los ribereños de todo lo necesario para subsistir y reciben en cambio productos de la zona. El nombre provie-ne de "regatear", o sea discutir el precio del trueque, y este acto cotidiano se ha convertido en un verdadero ritual: casi siempre el patrón del barco se para detrás de un pequeño mostra-dor rodeado de innumerables artículos para la venta, y el cliente toma asiento en la proa de la embarcación, o bien permanece en cuclillas. (sigue a la derecha --->)
Nos tocó vivir en este infierno en dos oportunida-des, cuando no había más remedio que dejarnos remolcar por estas barcas. Para aliviar un poco el suplicio, solíamos darnos unos chapuzones en el río, pero tampoco podíamos alejarnos mucho: aunque en los ríos anchos y de fuertes correntadas no suele haber pirañas, siempre puede existir el peligro de las piracatingas, hermanitas menores de aquellas y no por ello menos terroríficas. Además, cosa que jamás imaginé, en el río Amazonas existen tiburones. Los pescadores se han topado con varios de ellos y me mostraron - para salir de toda duda - el típico espinazo y las mandíbulas de triple hilera de dientes del temible escualo.
SORPRESAS Y FINAL DE JUEGO
Hemos llegado a Tefé absolutamente empapados. Al desembarcar nos sorprende nuevamente un chaparrón de tal intensidad que debemos agachar la cabeza para poder respirar. Luego de una larga espera, descende-mos sobre el pueblo, un villorrio de 16 mil habitantes con una pista de aterrizaje asfaltada por la Fuerza Aérea Brasileña. Me llamó la atención un edificio moderno que contrastaba totalmente con las típicas construcciones amazo-nenses. Resultó ser el hospital de Tefé, atendido casi en su totalidad por estudiantes de la universi-dad de Juiz de Fora, cercana a Río de Janeiro. Al contemplarlos, me preguntaba qué es lo que im-pulsa a estos jóvenes a pasar los meses de sus vacaciones en tierras tan alejadas de la civiliza-ción y sin obtener retribución alguna por sus ser-vicios. No interesa, lo principal es que hacen una obra de bien ... (sigue a la derecha --->)
Otra vez, prosiguiendo la expedición, el motor del bote volvió a fallar. Ocurrió frente a la isla Catuá Grande, y de nada sirvieron nuestros conocimien-tos de mecánica frente a la necesidad de sustituir una pieza por otra que no poseíamos. Un regatao acaba de pasar por la orilla opuesta sin vernos y quedamos desesperanzados agitando una loneta anaranjada. No queda otro remedio que dejarse arrastrar por la corriente que, según nuestros cálculos, debe alcanzarnos en alrededor de 5 horas al caserío de Barro Alto.
Caída la noche, atracamos en el Igarapé Chim-baúba, y después de una modesta cena nos echamos a dormir. No sé cuánto tiempo habrá trascurrido, pero de pronto me despiertan tre-mendos alaridos. Todavía en otra dimensión, cruzan por mi mente las historias de los viajeros sorprendidos durante el sueño y masacrados salvajemente por los indios: ya me veía, efectivamente, sentado en la enorme olla con agua hirviendo y negros bailando alrededor. Por suerte, la cosa no era para tanto: nos habían invadido los "carapanás", gigantescos mosquitos del Amazonas, y el pobre Guaranys yace en una hamaca sin mosquitero y se incorpora gimiendo, mientras se golpea furiosamente su cuerpo en un vano intento de librarse de los voraces antropo-fagos . Quiero ayudarlo, pero desisto de inmedia-to. ya que mi lienzo está totalmente cubierto de carapanás y sería suicida abandonar mi hamaca. Finalmente, el brasileño se tira al agua y retorna corriendo cubierto de pies a cabeza con un enor-me tohallón.
(sigue, y termina, abajo)
Ya falta muy poco para llegar a Manaos. Han pasado 25 días maravillosos, sufridos pero gratificantes, y yo he perdido casi 13 kilos de peso. Durante las últimas horas estamos en constante lucha contra el oleaje, que trae una maraña de troncos y camalotes. Debemos prestar mucha atención: las aguas son poco profundas y cualquier tronco hundido puede ser fatal. De pronto, cuando pasamos frente a la isla de Iranduba, escucho el grito de Guaranys, que se ha caído al río. Rápidamente, Djalma ordena que enfile hacia la costa derecha y ayuda a su compañero a subir al bote. De inmediato comprobamos que el Candelaria se está desinflando en uno de sus extremos. A pesar de que el río es bastante angosto en este tramo, los 300 metros que faltan para alcanzar la orilla se vuelven interminables. El agua ya está entrando por la popa y la carga produce un peligroso desequilibrio; ninguno pronuncia una pala-bra; estamos con la mirada fija en la costa y tratamos desesperadamente de levantar con las manos el borde desinflado del bote. Ya será tarde: debemos nadar los últimos metros y remolcar así la em-barcación. Al revisar el casco, notamos que un tronco hundido había perforado la cámara exterior y que también existía un agujero por el lado de adentro, producido por uno de los fusiles M-16 que rozaba el borde de goma con el cargador.
Luego de la reparación, continuamos viaje hasta desembocar en el majestuoso Río Negro. Sólo resta un tranquilo y colorido paseo por sus aguas oscuras hasta alcanzar la ciudad de Manaos. Allí atraca-remos nuestro sufrido Candelaria, lo expondremos a la curiosidad del público y correremos hacia el primer almacén para comprar un balón de cerveza helada, tan fría que nos haga lagrimear. Lo demás, quién sabe... quizás el Rio Orinoco y el río Negro quedarán para el año que viene. No es para desespe-rar; hace millones de años que están allí y nos esperarán hasta que podamos volver.