Por Mario R.Féliz
El mismo año cuando, en Filadelfia, se firmaba la Declaración de la Independencia el rey Carlos III, creaba el Virreinato del río de la Plata. Aquella, se dijo, fue una decisión provisoria, tomada para enfrentar los peligros que amenazaban la frontera austral del imperio español. Naturalmente, la creación se hizo definitiva al año siguiente, para gran fastidio, sin duda, del Virrey del Perú quien veía mermar los negocios limeños por la competencia platense.
En realidad, lo interesante de esta historia es -sin ánimo de exagerar- que si Don Carlos no hubiese tenido aquella peregrina idea, tal vez, la Argentina no hubiera sido. O quizás Buenos Aires habría sido una ciudad de algún otro país. El caso es que, además, empezamos a ser siendo un virreinato. Un lugar gobernado por un virrey, alguien que hace las veces de rey, sin serlo. Nacimos siendo un casi reino.
El movimiento de Mayo se desarrolló a la luz de la revolucionaria Francia, favorecido por la expansión napoleónica que destronara a Fernando VII. En esos días la independencia en la América hispana parecía estar ligada al naci-miento de repúblicas de inspiración jacobina. Sin embargo, unos pocos años más tarde las cosas habrían cambiado y, al momento del Congreso de Tucumán el mundo era, sin dudas, muy diferente.
Pocos días antes, del 9 de julio de 1916, en una reunión secreta, Belgrano explicaba a los congresales la nueva situa-ción y sugería la necesidad de adoptar una monarquía atemperada como la británica. Por cierto, no estaba solo.
No parecía fácil, en aquellos tiempos, encontrar un buen candidato a rey. Había varios inconvenientes, pero el gran escollo se hallaba en que, de acuerdo con las costumbres de la época, el futuro rey debería poseer sangre azul. Es obvio que ésta no abundaba en tierra de conquistadores plebeyos. De manera tal que, los posibles candidatos, no podían sino buscarse entre los miembros de alguna de las familias de la nobleza europea. Cabe recordar, por cierto, que no faltaron congresales que se inclinaran por la entronización de un descendiente de la monarquía incaica. El caso es que, entre idas y venidas, nuestra posibilidad de ser un reino independiente se frustró; aunque las causas no estuvieran, ciertamente, en una mayoritaria devoción republicana.
Una vez derrotados los españoles, nos afanamos en rencillas internas. Infinitas batallas terminadas con el inefable llamado a degüello. Una tras otra hasta obtener la restauración, la entronización de una monarquía a la criolla. Naturalmente, lejos de la monarquía parlamentaria que sugiriera el creador de la bandera. Pero bien, peor es nada.
Después del 53, con una constitución republicana, parecía que habíamos abandonado el sueño de ser súbditos de algún rey. No obstante, en 1860, se presentará una nueva oportunidad cuando Orélie Antoine I funda el Reino de la Araucaria y declara la anexión de la patagonia. Desafortunadamente el gobierno chileno, de aquel entonces, acabará pronto con el sueño real patagónico.
Aunque durante 60 años pareció que construíamos una república, a partir del 30 no dejamos de tener periódicos episodios monárquicos donde los pretendidos monarcas, a falta de alcurnia, exhibían sus galones como singulares antecedentes. Todo ello bajo la particular influencia de la Europa ancestral donde brillaran el Duce y el Führer del tercer Imperio con una luz tan fuerte que sus émulos se encontraban por doquier. Obviamente, tales monarquías sin nobleza no pudieron ser más que dictaduras de variado salvajismo.
¿Y después….? ¡Otra vez a las andadas! La última monarquía de jinetas, a fuerza de brutalidad, nos empujó hacia la república perdida. Esta nos duró algo más de tres lustros. ¡Una eternidad! Aunque no faltaron intentos de califatos, sultanatos o emiratos, reformas constitucionales mediante.
Pero, finalmente nos cansamos y salimos a las calles a exigir que se fueran todos. ¡Estábamos hartos de tanto libe-ralismo republicano! ¡Aquí hacía falta mano dura, monarquía!
Afortunadamente, los galones devaluados, por la guerra perdida ante la monarquía británica, ya no tenían su tradi-cional atractivo. Sin embargo, no quedamos desamparados, allí estaban, barones urbanos y marqueses provincia-nos, afanosos por reinar. El resultado final fue, curiosamente, la reivindicación de Antoine I, el regreso del Rey de la Patagonia. ¡Gracias a Dios!
Elegida por su esposo, quién decide abdicar, y legitimada por el voto de su pueblo asume el poder. Para ella, “la política no es una actividad social, ni un hobby o una profesión, es su forma de vida. La lucha política es la lucha por el poder”.Y allí estaba, investida, luciendo los símbolos del poder, radiante, enfundada en un traje blanco de princesa, dirigiendo a las cortes el discurso inaugural.
Tiempo atrás, feliz, confesaba a su biógrafa: “Una vez, Acevedo (quien fuera gobernador de Santa Cruz) me dijo que tenía nombre de reina”. Lo hacía sin aclarar, por cierto, si se trataba de Cristina o de su segundo nombre. Es probable que el ex-gobernador se refiriera a este último, Elizabeth, el cual fuera prolijamente omitido durante la ceremonia de coronación.
En realidad, nacida en 1953, la inscribieron como Elisabet, porque en aquellos tiempos no era posible poner a los niños argentinos nombres “extranjeros”.
Como hemos visto, nuestra majestad ha renegado de su nombre Elizabeth. Tal vez, sea porque este ha sido el nombre de la reina británica que derrotó a la Armada Invencible (Elizabeth I) o porque así se llama la reina actual con quién disputamos las islas del sur (Elizabeth II). Tal vez, porque ambas soberanas británicas fueron protestantes (La pri-mera fue excomulgada por su lucha contra el catolicismo). O quizás fuera porque Elisabet es Isabel, y no ha querido que la atosigaran con comparaciones. O tal vez, para no ser confundida con la Elisa republicana, cuyo nombre es también una variante del nombre bíblico.
¿Olvidó, acaso, que Elizabeth fue la madre del Bautista, prima de María? ¿Cómo podría, Cristina Elisabet, egresada del Misericordia y simpatizante del equipo de rugby del San Luis, olvidarlo? ¿Cómo olvidar a Isabel, la católica, victo-riosa ante los moros y precursora de las colonias en América?
No era un mal nombre para una reina sudamericana: ¡Elizabeth de Toulouse! Pero, en fin, después de todo, Cristina también es nombre real.
En el otoño de 1632, el ejército Sueco y el católico se encuentran en los llanos de Sajonia, en la sangrienta batalla de Lützen, que finaliza con la victoria de los suecos, y termina con la vida su rey, Gustavo II Adolfo.
La única heredera, Cristina, se convierte en reina de Suecia. Era entonces una niña que aún no cumplía 6 años. Incapacitada para gobernar, su tutor y canciller, asume la regencia. Cristina es, finalmente, coronada el 17 de octubre de 1650 en Estocolmo sólo para abdicar en 1654.
Curiosas coincidencias. Aquella Cristina inicia su reinado con un Regente, la nuestra también. Aquella es coronada un 17 de octubre, para la nuestra la fecha es parte de la liturgia oficial. Aquella abdicó después de cuatro años para dedicarse a su vocación, la nuestra ¿abdicará dentro de cuatro años para que el Regente sea otra vez rey?
A Cristina de Suecia se la conoció como la Minerva del norte, mecenas del arte. René Descartes, vivió unos meses en su corte. La nuestra recibe a Antonio Banderas y otros artistas de época… Para empezar no está tan mal. No hay que olvidar, tampoco, que algún filósofo porteño y hegeliano, ha dicho de su majestad, en referencia su habilidad para discursear sin papeles: “Usar la palabra es usar la inteligencia. Cristina no leyó. Miró a todos, a todos, todos los que estaban en la sala del Congreso (Las Cortes, corrijo) y empezó hablar con una seguridad apabullante”.
A pesar de su condescendencia, el filósofo ha dejado de visitar el palacio en una muestra de juiciosa prudencia. Recordemos que Descartes, cuatro meses después de instalarse en la corte de Estocolmo, enfermó y murió en el invierno de 1550. Neumonía diagnosticaron, aunque no falta quién afirme que habría sido envenenado. De todas formas los intelectuales cortesanos deberían tomar cuenta del precio que puede pagarse por la conmovedora adicción al poder absoluto.
El nuestro ha sido un camino de regreso. El de ida fue el de las monarquías europeas evolucionando desde el abso-lutismo hacia el parlamentarismo, hasta el presente donde el rey reina pero no gobierna. O disolviéndose definiti-vamente en democracias republicanas. El nuestro ha sido un viaje hacia el pasado, una búsqueda freudiana de la causa liminal del trauma. No un viaje a través del tiempo, como imaginara Wells, sino una degradación progresiva de la libertad, de la democracia y especialmente de la república, hasta llegar a un pasado-presente con cortes y sin parlamento, con jueces y sin justicia, con leyes y sin ley, sin paz y sin gloria, sin respeto y sin amor.
¿Y nuestros soberanos?, fijan el precio del pan para calmar a los menesterosos, como lo hiciera Luis XVI antes de la toma de la Bastilla. Pero, ¿hay esperanzas? Éste no es el Antiguo Régimen, huele a viejo pero es nuevo. Un régimen sostenido por adláteres y cortesanos versallescos, por cronistas incapacitados para denunciar robos para la corona o exacciones protegidas por la amplia sombra del reino. Hoy, tan cerca del poder, no pueden ver. En fin, un régimen sostenido por intelectuales que celebran un socialismo del siglo XXI que, bajo la mirada de un viejo caminante de la modernidad, se parece demasiado al mohoso fascismo del siglo XX.
Elizabeth I, la reina virgen, depreciada por su padre, Enrique VIII, con su madre muerta a manos de su esposo, criada por otros, fue una gran reina. Cristina de Suecia, sin padre y despreciada por su madre, apenas si pudo con su reino. ¿Qué hará nuestra reina?
Por cierto, hay reinas románticamente rescatadas como Boudicca, quién, bajo el manto azul de los icenos, lideró la rebelión celta contra los romanos en Britania. Tácito la recuerda alta y pelirroja y Deary pone en su boca: “No lucho por mi poder, sino que lucho en nombre de la libertad perdida y de mi cuerpo ultrajado”. En su carro de guerra, con sus caballos alzando sus manos, Boudicca, con mirada de bronce, contempla el símbolo de la república, el parlamento.
Hay, también, reinas olvidadas como Nefertiti, castigada por su herejía monoteísta. Y hay reinas inolvidables como la de Corazones del País de las Maravillas.
Sin embargo, hubo una reina, hasta hoy poco conocida, que vale la pena recordar. En realidad, Grace O´Malley fue Chieftain de un clan irlandés, capitana de una flota de barcos. Sus dominios se encontraban en la bahía Clew sobre la costa noroeste de Irlanda. Allí reinaba, asaltaba barcos que atravesaban la bahía, guerreaba contra los ingleses. Finalmente después de muchas vicisitudes hubo una memorable reunión donde se ganó el respeto de Elizabeth I.
Granuaille fue una Chieftain reverenciada y honrada por su gente y recordada por ello. Anne Chambers la inmorta-lizó en su libro “Granuaille: Grace O´Malley la Reina Pirata de Irlanda,” historia que hoy resuena en las marquesi-nas de Broadway.
En un reino de millones y testigos desaparecidos. De facturas falsas y trabajo clandestino, de fracasados héroes de pie plano, de nepotismo, de dádivas y sobornos, de bandas y mafiosos reinar es, quién puede dudarlo, una proeza. Tal vez, como Granuaille nuestra reina será largamente recordada.
¡God save the Queen!
La Plata, domingo 6 de enero de 2007, celebración de los Reyes Magos.
Vea desde donde nos leen
Díganos su opinión!