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Los transgénicos no son inseguros
por Alejandro Mentaberry. Bioquímico, Docente en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, Universidad de Buenos Aires, (UBA), Investigador del CONICET.
Europa aprobó regulaciones sobre la identificación de alimentos genéticamente
modificados que perjudican nuestro comercio e introducen injustas incertidumbres.
Hace unas pocas semanas, el Parlamento Europeo aprobó una serie de regulaciones sobre la identificación de alimentos derivados de cultivos transgénicos que introducen un alto grado de incertidumbre en el comercio internacional.
La cuestión reviste relevancia para nuestro país debido a que las variedades transgénicas (particularmente en el caso de la soja) representan un importante porcentaje de nuestras exportaciones. La posición europea no responde a evidencias científicas o a riesgos reales demostrables sobre este tipo de cultivos, sino a razones de tipo económico y comercial.
Tras ocho años de su ingreso en la cadena agroalimentaria, la polémica sobre los "alimentos transgénicos" tiene muy poca relación con lo que normalmente se considera un debate científico. Los argumentos esgrimidos sobre sus riesgos presuntos o reales no suponen problemas cualitativamente nuevos respecto de otros alimentos y vienen siendo adecuadamente respondidos mediante experimentación con los instrumentos y métodos corrientemente disponibles. De hecho, pocos productos han ingresado en la cadena alimentaria con tantos controles de seguridad como los que derivan de los cultivos transgénicos. La abrumadora mayoría de la comunidad científica internacional (y europea) ha avalado el desarrollo de este proceso.
Un cultivo transgénico ha sido modificado por ingeniería genética con el fin de conferirle propiedades particulares. Los nuevos genes introducidos ("transgenes") pueden provenir de otras variedades de la misma especie vegetal, de plantas sexualmente incompatibles o de organismos pertenecientes a otros reinos, incluyendo animales y microorganismos. Estos transgenes pueden otorgar a los cultivos nuevas características agronómicas (resistencias a patógenos o estreses ambientales) y bioquímicas (cambios en los contenidos de aminoácidos, azúcares, aceites, micronutrientes y vitaminas) que permiten mejorar sus características productivas y nutricionales.
La denominación "genéticamente modificado" o "transgénico" aplicada a una variedad vegetal define sólo el procedimiento por el que fue obtenido y no sus características intrínsecas, ya que éstas dependen de los transgenes utilizados en cada caso. Por ello, la evaluación de su impacto ambiental y de su inocuidad alimentaria se realiza caso por caso y no en forma general.
La imposición de una etiqueta que identifica sólo el carácter transgénico de un cultivono provee información precisa ni útil a los consumidores y, en el contexto del actual debate, resulta engañosa y discriminatoria. Por ejemplo, muchos alimentos comunes provienen de cultivos obtenidos hace décadas por mutágenos químicos o radiactivos. Etiquetar a los mismos como "derivados de organismos mutados por radioisótopos" sólo provocaría pavor en los consumidores y no daría idea alguna sobre la seguridad de su consumo.
Un etiquetado informativo debe ser asequible al conocimiento del ciudadano común y estar formulado en un lenguaje simple y transparente. Para ejercer cabalmente una decisión, los consumidores deben conocer las modificaciones efectuadas y recibir información verídica sobre la composición material de los alimentos y sobre su valor nutricional.
Las regulaciones aprobadas por el Parlamento europeo podrían analizarse como una respuesta a una opinión pública conmocionada por recientes fallas de seguridad alimentaria (enfermedad de la "vaca loca") o como una concesión oportunista a ciertos grupos de presión opuestos a la biotecnología. Sin negar la existencia de estos elementos, reducir el análisis a esto sería ignorar la existencia de intereses más complejos relacionados con el comercio agrícola. No es un secreto para nadie que la revolución biotecnológica en la agricultura ha sido liderada por la universidades y compañías norteamericanas, con el consiguiente avance de las mismas sobre el dominio del comercio mundial de semillas.
Por su parte, si bien la agricultura europea produce la mayor parte de lo requerido para abastecer a su población y ha garantizado la independencia alimentaria europea desde la posguerra, se halla fuertemente subsidiada con fondos públicos. En términos generales, se trata de una agricultura relativamente ineficiente, que no se desenvuelve en las condiciones reales de mercado y goza de fuertes barreras proteccionistas.
En estas condiciones, todo incremento de productividad generado por la innovación tecnológica, implica menor competitividad y subsidios adicionales. Dado que éstos parecen difíciles de sostener en las actuales condiciones económicas del bloque europeo, la posición asumida frente a la irrupción de la biotecnología agrícola ha sido lentificar en todo lo posible su adopción.
No conviene retrasar a la ciencia
Los otros componentes del debate público (fallas regulatorias, actividad de los grupos y partidos ambientalistas, antiamericanismo) son convenientemente utilizados para establecer arbitrarias barreras proteccionistas. Las consecuencias de ello han sido una incipiente guerra transatlántica sobre el comercio agrícola y una extraordinaria confusión sobre los beneficios y riesgos (potenciales y reales) de la biotecnología en este campo.
Como todas los argumentos sin basamento en la realidad, las regulaciones aprobadas constituyen un arma de doble filo. Los cultivos transgénicos ya han ingresado en la vida cotidiana y no pasará mucho tiempo para que el común de la gente compruebe que no constituyen una fuente de nuevos riesgos, tal como sus detractores se empeñan en propagandizar.
Por el contrario, en la medida que introduzcan ventajas palpables, llegarán a ser preferidos respecto de sus contrapartes convencionales, en forma similar a lo sucedido con los medicamentos derivados de organismos transgénicos. En estas condiciones, el etiquetado podría tener simplemente un efecto neutro.
En cambio, la actual ola de oscurantismo desatada sobre los cultivos transgénicos puede tener un grave costo para la ciencia europea. Este costo se traduce ya en pérdida de competitividad en este campo y en la migración de científicos jóvenes hacia Estados Unidos. Los ataques a la racionalidad científica, fueran éstos de base ideológica o religiosa, nunca pudieron imponerse por demasiado tiempo y, por el contrario, terminaron por perjudicar gravemente a las sociedades que fueron indulgentes frente a ello.
Debido a la fuerte adopción de variedades transgénicas, las restricciones originadas por las regulaciones europeas podrían agregar vulnerabilidad a nuestro esquema exportador, lo que se traduciría en mayores problemas económicos y sociales. En el caso de eventuales perjuicios, la respuesta argentina a estas medidas debería suscitar una enérgica acción en el terreno de la política externa, ya sea en el plano de la OMC o de otras organizaciones internacionales como el Codex Alimentario.
Al mismo tiempo, y mientras se mantenga la actual coyuntura, la Argentina debe desarrollar estrategias de identificación preservada de alimentos y corregir nuestra excesiva dependencia de ciertos mercados de exportación, como es claramente el caso de Europa.
La Argentina viene produciendo cosechas récord año tras año y se ha constituido en un jugador importante en el comercio agroalimentario mundial por mérito propio. La raíz de ello, insuficientemente valorada por nuestra propia sociedad, ha sido un fuerte componente de innovación tecnológica en el que, entre otros factores, se encuentra el aporte de la biotecnología.
Aun cuando las principales aplicaciones biotecnológicas fueron introducidas por compañías multinacionales, la Argentina cuenta con capacidad científico-tecnológica suficiente para un desarrollo original en este campo y podría aspirar a un lugar mucho más prominente en el futuro, en forma similar a lo que ya han logrado países tales como Canadá o Australia.
En la sociedad del conocimiento, fortalecer la capacidad de negociación independiente implica participar en la generación del mismo y desarrollar la capacidad de generar tecnología propia. Ello requiere una inversión sustancialmente mayor en todas las etapas que van desde la investigación básica hasta los productos tecnológicos y en el desarrollo de políticas de Estado mucho más congruentes con el esfuerzo productivo.
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