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Más Allá de lo Creíble

Michael Hanlon

Aeon
marzo 11, 2013

La irracionalidad, como los pobres, estará siempre con nosotros. Pero, por qué la charlatanería sobrevive cuando la ciencia hace a la vida mejor?

No gusta pensar que vivimos en una edad de razonamiento, si bien no siempre una razonable. Durante el siglo pa-sado hemos presenciado avances espectaculares en nuestra comprensión del universo. Ahora tenemos una imagen bastante coherente, aunque incompleta, de la manera en que nuestro planeta comenzó a existir, su edad y su lugar en el cosmos, y la manera en que mundo físico funciona. Nosotros, monos sabios que somos, comprendemos los procesos que llevan a terremotos y erupciones volcánicas, y los factores que influencian al clima y a la meteo-rología. Hemos visto el nacimiento de la biología molecular y los mejoramientos más grandes en la salud pública y medicina, dando a miles de millones de personas vidas más largas y saludables.

Por cierto, las expectativas de vida están creciendo en todos lados. La mortalidad infantil sigue disminuyendo. La humanidad consiguió erradicar a una de las peores calamidades de su existencia –la viruela- y estamos bien enca-minados para destruir otra más –la poliomielitis. Este triunfo de la razón es asombroso. Como especie tenemos que sentirnos muy orgullosos.

Por supuesto, no es tan simple como eso. A medida de que los ideales y los desarrollos tecnológicos de la ilumina-ción hace a nuestro mundo cada vez más unificado, la irracionalidad continúa floreciendo. Esto es algo que muchos pensadores encuentran incomprensible como también desagradable.

En diciembre de 2011 la Academia Europea (una academia europea de humanidades, literatura y ciencias) organizó una conferencia en la Universidad de Cambridge para examinar la naturaleza y causas, y posibles remedios, en “Ra-zón y Sinrazón en la Ciencia del Siglo 21”. Yo tomé parte en las conversaciones y edité la subsecuente transcrip-ción, que será publicado un poco más tarde esta primavera. La experiencia me dio una fascinante visión de la exas-peración que muchos científicos sienten por el primitivismo que nos está mantiendo retrasados.

Déjenme darles un ejemplo. El brillante biotécnico Ingo Potrykus, profesor emértio en el Instituto Federal de Tecno-logía de Zurich, y su colega Peter Bayer, profesor de biología celular en el Universidad de de Freiburg en Alemania, desarrollaron una forma modificada de arroz en donde la Vitamina A está presente en el grano, o la parte que usted come (está normalmente en las hojas, pero por supuesto, eso lo que tiramos). La deficiencia de Vitamina A no es un problema en Occidente. Sin embargo, en el Tercer Mundo la gente depende del arroz como alimento básico y a menudo comen de cualquier otra cosa. Esto afecta a unas 400 millones de personas, cegando de manera irreversi-ble a medio millón de niños todos los años.

El 'Arroz Dorado' solucionaría este problema de un golpe. Esta variedad GM no es más cara de cultivar que las va-riedades normales, y no requieren químicos especiales o compromisos con las grandes firmas de biotecnología para poder cultivarla. De hecho, Potrykus le dijo a la conferencia que sería gratis para los granjeros pobres y de subsis-tencia. Tiene el mismo sabor que arroz normal. Y estuvo disponible desde el año 2000. En un mundo sano le habría ganada a Potrykus y Beyer un Premio Nobel. Pero ni un solo niño en Bangladesh, India, las Filipinas o Camboya se beneficiaron de este nuevo cultivo.

La razón es simple: incansables y bien financiadas campañas en contra de la tecnología transgénica por parte de (la mayoría Europea) ONGs y campañistas ecologistas. Sus esfuerzos condujeron a prohibiciones del Arroz Dorado en los mismos países donde habría salvado millones de vías. Estos guerreros contra las 'comidas Frankstein' o Frankenfoods son, aun si de manera inadvertida, las culpables de la ceguera de quizás 3 millones de niños. Tal como lo dijo Potrykus durante la conferencia: “Si nuestra sociedad no es capaz de 'des-demonizar' pronto a la tecnología transgénica la historia la hará responsable de la muerte y sufrimientos de millones: la gente en el mundo pobre , no en la Europa sobrealimentada y privilegiada, el hogar de la histeria anti-GM.”

¿Qué es lo que yace en la raíz de este pánico y otros como él? Un factor que a menudo es ignorado por los cam-peones de la razón es que la ciencia es dura, y se hace más dura cada día. A mediados del siglo 19 Las ideas de los naturalistas britáicos como Charles Darwin y Alfred Russel Wallace ganaron apoyo porque eran tan simples e intuiti-vas (y en parte porque Darwin era un escritor tan claro). En aquellos días, para un lego educado era simplemente posible acceder a los últimos avances de la ciencia, medicina y tecnología. Lo mismo hoy sería risiblemente imposi-ble. Los gigantes intelectuales del Siglo 19 probablemente fueron los últimos seres humanos vivos capaces de saber cualquier cosa que era posible conocer.

Hoy es un desafío conocer todo o aún una pequeña porción del conjunto de conocimientos. Hay científicos profe-sionales que no saben mucho más que los legos (y a menudo menos) acerca del mundo exterior a su propia y es-trecha disciplina. Es difícil convertirse en un biólogo molecular, o un doctor, o un ingeniero. Sin embargo es relati-vamente fácil aprender al “principio precautorio” –la creencia de que, en la ausencia de una prueba científica de que algo es inofensivo, debemos suponer que es perjudicial. Pero, como hizo notar Lewis Wolpert, profesor de bilogía celular y desarrollo en al University College London, esta creencia obsoleta habría llevado a la primitiva humanidad a prohibir tanto al fuego como a la rueda.

Quizás no deberíamos sorprendernos por la proliferación de cursos en medicinas alternativas que hicieron erupción como forúnculos en las universidades a principios de los años 90. Podría tener menos que ver con la credulidad humana que con el hecho que derramar café en la falda de las personas o colgarles cristales en sus pechos es fácil, mientras que adquirir los conocimientos de la bioquímica y la anatomía necesarios para ser un correcto médico es muy difícil.

Ese flagelo inestimable de la charlatanería, David Colquhoun, miembro honorario en farmacología en el University Coleege London, estuvo embarcado en una guerra de 10 años contra la 'medicina mágica' con cierto éxito. La mayor parte de los cursos más locos, como la Curación Espiritual –que Colquhoun describió en el Financial Times en 2009 como “té y simpatía, acompañado por aspavientos,” –y Angelic Reiki –qué él dijo era “Excelente para fantas-iosos avanzados” –ahora han desaparecido. Cada vez más, son sólo los remansos más respetables de la medicina alternativa, como la acupuntura, los que están siendo alimentados por los derechos de matrícula y la financiación estatal. Un bochorno colectivo parece haberse asentado en los rectorados de las nuevas universidades.

Podría parecer tonto que una civilización que ha erradicado a la viruela pueda asignar dinero público para enseñar terapia de cristales. Pero, ¿la continua existencia de la sinrazón debería darnos motivos para la desesperación? Aún en la Era Dora de la Iluminación, cuando nos gusta creer que lo hombres sabios (y las ocasionales mujeres) que se encontraban en los salones de Edimburgo, Londres y París para discutir la Ley de Boyle y los ideales democráticos de Thomas Jefferson, estaba tan llenos de tontería. Tomando al ejemplo más prominente, Isaac Newton, probable-mente el hombre más inteligente que haya vivido con éxito de su inteligencia, inventó la física –pero también creía en la Alquimia, que era bastante chocante aún para los estándares del Siglo 17.

De la misma manera, gran parte de la torpeza intelectual y franca locura acompañó al gran florecimiento racional del Siglo 19. El mismo Darwin era sensible en la mayoría de los temas, pero no podeos decir lo mismo de sus segui-dores. Su primo Sir Francis Galton, un hombre humano y brillante en muchos aspectos, creía que a la gente inteli-gente se le debería pagar para que se casaran entre ellos y tuviesen hijos extra “para el mejoramiento de la raza.” Muchos otros eminentes victorianos y pensadores de principios del Siglo 20 se rindieron a un crudo racismo 'cientí-fico'. Paralelo al desarrollo de la biología evolutiva, física nuclear y la relatividad, hemos visto el advenimiento de la 'frenología', espiritualismo (Alfred Russel Wallace era un fanático creyente), el ocultismo y una plaga de charlata-nismo y aceite de serpiente que podrían haber ocupado a los predecesores del Profesor Colquhoun durante el resto de sus días.

¿Están mejor las cosas hoy? En algunos aspectos, quizás estemos peor. Se desconfía de los científicos de una manera que no lo era hace 100 años. Toda empresa científica le parece a algunos como una especie de conspir-ación siniestra creada por el establishment industrial para ganar dinero a costa de nuestra salud y la del planeta. A la ciencia –más que a la codicia, incompetencia, pereza, o simple pragmatismo- se la culpa de la degradación de nuestro ambiente, polución y amenazas a las especies. En la era de la internet prosperan los teorizadores de la conspiración. Comentarios como “los alunizajes fueron falsos”, “la medicina mata mucha más gente de la que sal-va,” o “las vacunas causan más daño que bien,” ganan un espuria verdad a través de la repetición. Vivimos una era del auto proclamado experto instantáneo. Además, los medios aman las conspiraciones. La idea de que, por ejem-plo, la relación VIH/SIDA fue, ya sea un error gigantesco, o alguna clase de fraude farmacéutico era una historia demasiada buena para desperdiciar, a pesar del hecho de que era obviamente una mentira.

No es bastante desechar esta clase de escepticismo como irracional, insano o malo. En muchos casos, la sinrazón emerge como resultado de una compleja interrelación de fe religiosa y dogma, preocupación bien intencionada y un apego al maldito principio precautorio. Añádase inercia intelectual, alguna bien fundada sospecha de ciertos em-prendimientos científicos (la actividad de algunas compañías farmacéuticas, el histórico secreto de la industria nuclear, resistencia a las medidas anti polución and más aún), sin olvidar a la simple mala compresión y se tiene una mezcal muy pesada.

También tenemos que aceptar que la razón no siempre vive para cumplir con sus propios estándares. El lema de la Real Sociedad es 'Nullius in verba' – “No tome la palabra de nadie como buena”. En realidad, sin embargo, la ciencia está dominada (como cualquier otro campo) por los grandes y los buenos, ilustres cuya palabra es tomada como buena. El mundo de la razón está salpicado de feudos, egoísmo y, ocasionalmente, fraude liso y llano. Los científi-cos y los doctores son gente, no máquinas. Ellos están gobernados por las mismas fuerzas que motivan a profesio-nales en cualquier campo –que incluye dinero, sexo, el deseo de ser respetados, gustados y aun temidos junto a los más nobles impulsos de la curiosidad, determinación, profesionalismo y perfeccionismo.

De manera que debemos aceptar se toman atajos, las publicaciones pueden ser sesgadas, y que el sistema de revisión de los pares puede ser corrupto. Parafraseando a Winston Churchill dicho sobre la democracia, la revisión de los pares es el peor sistema que existe para evaluar las afirmaciones científicas, excepto todos los demás. Una inmensa cantidad de cosas parecen científicas pero no lo son; el físico norteamericano y Premio Nobel Richard Feynman llamó a esto “Ciencia de Culto Cargo”. Muchos de los descubrimientos en psicología que logran ser titula-res de diarios –junto a 'fórmulas' para el perfecto “ajuste del amor”, el día perfecto, o el snadwich perfecto- no son más científicos que el Angelic Reiki. Debemos aceptar que la ciencia no es un bien mantenido reloj suizo sino más bien una decrépita, rechinante máquina mantenida junta con cuñas y alambre.

Y así llegamos a la religión, la más vieja de las 'sinrazones'. La pregunta de cómo definir a la relación entre la cien-cia y la fe ha ocupado la mente de grandes -y de no tanto- durante siglos. La respuesta, tal como es, es clara-mente un pantano. El concepto del fallecido biólogo evolutivo norteamericano Stephen Jay Gould de “magisteria no- solapada” actualmente no está de moda pero describe muy bien al conflicto, o la falta del mismo, que existe entre la mayor parte de las creencias religiosas y la ciencia.

Es verdad que la clase de ciencia básica que es ensañada en escuelas, por ejemplo, ocasionalmente contradice las muy abundantes creencias de los sobrenatural. En muchos casos, la severidad de esos conflictos han sido sobrees-timados –como por cierto sucedió en el pasado. El gran match a los gritos entre el Obispo Samuel Wilberforce u el biólogo Thomas Henry Huxley en un debate público en Oxford en 1860 no fue nada parecido, y el teólogo y el hom-bre que llamaban “el Bulldog de Darwin” permanecieron siendo amigos después. Esa parece ser un buen modelo para la manera de cómo manejar desacuerdos tan irreconciliables.

Una cuestión diferente es el rol de la fe en la ciencia, y la explicación científica (si hay alguna) para la fe misma. ¿Es algún tipo de misticismo, una predilección por la sinrazón, duramente grabado en el cerebro humano? Muy pocas culturas o sociedades no tuvieron religión. Cuando los sistemas de creencia en lo sobrenatural están ausen-tes, las religiones seculares como el Leninismo-Marxismo, Nazismo, o el peculiar culto a la personalidad de Corea del Norte emergen rápidamente para ocupar su lugar. De modo que parece muy improbable que la irracionalidad desa-parecerán alguna vez por entero.

Sin embargo puede mantenerse contenida –y esto son buenas noticias no sólo para la erradicación de la poliomie-litis, la deficiencia de Vitamina A y así por delante, pero para inesperados desarrollos. Una de la peculiaridades de la historia es la extraordinaria declinación en la violencia humana –recientemente cartografiada por el psicólogo Ste-ven Pinker en “Los mejores Ángeles de Nuestra Naturaleza,” (2011) entre otros- que parece haber acompañado la explosión de salud y riqueza que trajo la ciencia. Es posible que la razón y la sensatez van de la mano.

Sin embargo, parece probable que la irracionalidad, como los pobres, estará siempre con nosotros. No veremos un futuro de “gente cerebral sentados en togas intercambiando teoremas” como lo puso el escritor de ciencia ficción inglés Michael Moorock en The Guardian en 2008. En los parques de diversión uno encuentra a menudo un juego llamado “Golpee un topo”. Consiste en una plancha de madera con una docena de agujeros en ella. Cuando se in-troduce la moneda o una ficha, pequeños tops de plástico asoman sus cabezas en los agujeros. El juego consiste en aplastar la mayor cantidad de topos posible con un mazo acolchado en el breve intervalo antes de que el topo vuelva a esconderse. Mientras más se golpea, más topos parecen asomar sus cabezas.

La lucha contra la irracionalidad es algo como esto también. Surge la brujería –whack!- sólo para ser reemplazada por la Alquimia. Aquí está institucionalizado el fundamento religioso –Pero entonces – Hey! Aparece el Misticismo Victoriano. En el Siglo 20, al racismo 'científico', a la frenología y a la eugenesia se les aplicó el tratamiento del mazazo, sólo para ver a la homeopatía, la reflexología, la histeria anti-vacunación y anti GM tomando su lugar. Mi impresión es que la fuente de irracionalidad jamás se secará –por cierto, supongo que siempre mantendrá la misma cantidad de líquido. Tenemos que esperar que este líquido se haga cada vez menos tóxico cada vez que recogemos un balde…



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